A parte de su belleza, su simpatia y su extraordinaria calidad humana, el echo de que, al igual que yo, disfrutará siendo hechizada por la Magia salida de la pluma de escritores del más diverso pelaje tuvo buena culpa también de que para mi fueran de lo más agradables las horas que, alrededor de una hoguera alimentada con leña de Ebano, compartí junto a «La Amazona que cruzo el Ruhr a galope tendido».
Dado que mis servicios de información me habían confirmado que «La admiradora de El capitán Alatriste» había disfrutado de gozosas horas gracias a la lectura de las aventuras protagonizadas por un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor, cuando quedaban pocas horas para que comenzara el día que seguiría a la noche durante la cual ambos fuimos iluminados por el fuego de La Hoguera de San Juan a la que arroje un Papel roto en el que plasme mi deseo de que sirvieran junto a mi las unidades de combate capitaneadas por la mencionada dama, esta última, muy a su pesar, en una calle de Gijón de cuyo nombre no quiere acordarse, fue debidamente informada por mi de que el inmortal personaje que creo El manco de Lepanto y que combatió contra Molinos de viento había sido musicalmente homenajeado por Mago de Oz y SAUROM, grupo este último que puso la banda sonora a La batalla de los cueros de vino, y cuyo nombre esta inspirado en uno de los protagonistas principales de la pieza de orfebrería literaria cuya adaptación cinematográfica se convirtió, al fin y a la postre, en la mejor campaña promocional de Nueva Zelanda.
Hasta tan lejanas, bellas y salvajes tierras he viajado durante las últimas noches gracias a la lectura de “En el país de la nube blanca” una apasionante novela que – con el pseudónimo que utiliza junto a los que emplea para hablar “Sobre ponys y caballos” y dar fe de “El juramento de Los Cruzados” – ha firmado Christiane Gohl, una escritora alemana que ha probado las mieles del éxito tras superar el pánico al folio en blanco al que se enfrento por primera vez el día que se canso de guiar a turistas por esos mundos de Dios que ella conoce perfectamente gracias a la decisión que la llevo a poner tierra de por medio entre ella y Bochum, la bella ciudad de Renania del Norte - Westfalia en la que nació en 1958, y a la que en Octubre de 2012, poseídos por el espíritu aventurero de los colonos que se lanzaron a la conquista de la patria de los maoríes, llegaron ese par de aventureros españoles llamados Sheila y José Luis, y que, por muchos años que pasen, jamás olvidarán los cinco meses durante los cuales fueron iluminados por las luces del norte.
Tras la lectura de la novela que según su autora – dado su volumen (836 páginas) – los hombres podríamos utilizar como arma defensiva, me veo en la obligación de decirle a la susodicha que, según mi humilde opinión, LA RAZÓN no estuvo de su parte cuando durante la entrevista que le realizo un periódico de tirada nacional afirmo que las historias largas, por lo general, no eran del agrado de los hombres, es decir de aquellos a los que, no siempre con razón, se nos acHaka que solo nos emocionamos cuando el terreno de un campo de rugby tiembla bajo los pies que, dotados de la velocidad del viento que agita las hojas de los helechos plateados, impulsan hacía delante a las moles humanas que bailan una danza ancestral con la que consiguen que de miedo tiemblen los que a ellas enfrentan, y que forman parte de la selección cuyo apodo es fruto del error de interpretación que se produjo hace décadas y por culpa del cual, en las paginas de un periódico deportivo, All Blacks ocupo el lugar que el periodista francés que redacto la crónica había reservado para All Backs, calificativo este con el que quiso decir que parecían todos Backs los enfundados en camisetas negras (Blacks) que habían dado fe de un asombroso juego de manos durante el tiempo de juego en el que con potencia y pundonor defendieron el honor de Nueva Zelanda.
Y es que el que comparte genero con las bestias de dos patas que gracias a sus comportamientos violentos han conseguido que, al igual que Christiane Gohl, sean muchas las mujeres que prefieren los caballos a los hombres, quiere que conste en acta que – mientras deseaba que sonaran en su habitación las dulces melodías de “El piano” con las que dio voz a sus sentimientos aquella de cuyas cuerdas vocales colgaba el silencio - disfruto mucho de las horas de lectura gracias a las cuales recorrió las tierras en las que en 1903 la fortuna busco Arjan van Diemen, un guerrillero Boer que, armado con la insistencia de un perro “Rastreador” y el instinto asesino de un cazador, fue tras las huellas de uno de aquellos “Guerreros de antaño” que con sus rostros tatuados mostraban el orgullo que les embargaba por pertenecer al pueblo cuyas ancestrales costumbres fueron desafiadas por la niña que escapó de la muerte cabalgando sobre los lomos de una ballena.
Londres 1852
Prisionera de la presión a la que en aquellos tiempos estaban sometidas las mujeres por culpa de las conservadoras convenciones sociales que exigían que las del sexo débil fueran amorosas madres y esposas complacientes y decentes, para Helen Davenport los días pasan dejando tras de si el creciente y amargo sentimiento de tristeza que a ella le provoca saber que su juventud se marchita, y que es muy factible que nunca ella forme una familia.
Tras las cuatro paredes de la casa donde para pagar los estudios de sus dos hermanos imparte clases a George y William Greenwood, ante la atenta mirada de estos últimos y mientras sostiene entre sus manos la hoja parroquial, en el serio rostro de Helen se dibuja una sonrisa gracias a la inyección de ilusión que le es administrada por la lectura del siguiente anuncio:
Consciente de que ha llegado la hora de volver a tomar el timón de La Vida que soltó cuando sus padres murieron, Helen decide poner millas marítimas de por medio, alarde de valor este último que sorprenderá a los que estaban convencidos de la superioridad masculina.
Dado que en aquellos lejanos días no existía la enciclopedia virtual a la que tantas veces ha recurrido este Blogger, el desconocimiento absoluto que de Nueva Zelanda tiene Helen provocará que esta última caiga cautiva de las dudas que le genera no saber si dicho país es la mejor elección para emigrar, por fortuna para ella, esa Wikipedia andante que responde al nombre de Robert Greenwood la acabará convención de que, entre todas las colonias británicas que hay repartidas por el mundo, sin lugar a dudas, la mejor de todas ellas es la tierra en la que el 13 de diciembre de 1642 los maoríes dieron una bienvenida muy poca amistosa a los hombres de uno de los dos barcos que el 14 de agosto salieron del puerto de Batavia (actual Yakarta) y que, capitaneados por el marino, explorador y comerciante neerlandés Abel Janszoon Tasman, tenían como objetivo descubrir si era cierta la existencia de unas tierras que se creía estaban, pero que aún no habían sido vistas por los europeos.
Y es que, además de estar a salvo del parásito del género Plasmodium que vive en los pantanos de La India y que llena los cementerios de dicho país valiéndose de las picaduras con las que transmite esa enfermedad llamada malaria; Helen podrá tener la certeza de que en Nueva Zelanda no se encontrará con peligrosas bestias de dos patas entre las que se encuentran los sanguinarios indígenas que arrancan vidas y cabelleras en los salvajes territorios de Norteamérica, y los descendientes de algunos de los cientos de miles de criminales que en Australia - por cortesía del gobierno de Inglaterra – cumplieron sus condenas trabajando duramente ante la atenta mirada de brutales guardianes que, para mejorar la productividad de los que por ellos eran vigilados, en las espaldas de estos últimos, valiéndose del látigo que empuñaban, tatuaron horribles heridas de las que manaron torrentes de sangre que se mezclaron con el sudor arrancado por los abrasadores rayos de sol que provocaban y provocan que en la tierra desconocida del sur los termómetros marquen temperaturas que jamás se alcanzarán en las tierras altas del país del que en 1963, repitiendo la ruta marítima que siguieron las 806 “lujosas” prisiones flotantes a bordo de las cuales iban los indeseables que, entre 1788 y 1868, fueron expulsados de la "Tierra de los Anglos", llego la familia cuyo apellido el mundo entero recorrió gracias a Malcolm Mitchell (Glasgow - 1953) y Angus McKinnon (Glasgow – 1955), los compositores de algunas de las canciones que componen la banda sonora de los rockeros que recorren la autopista al infierno.
Lejos de la capital inglesa, concretamente en las llanuras de Cardiff (Gales), Nueva Zelanda se cruzara también en el camino de Gwyneira, la hija de Lord Terence Silkham, el dueño y señor de la mansión cuya puertas cruzará Gerald Warden, un hombre llegado de las lejanas tierras del Pacifico Sur, y cuyo aspecto no se parece en nada al de los cowboys que protagonizan las novelitas que lee la mencionada muchacha, y que la madre de esta última, presa del horror que le provocan, bien podría definirlas con las siguientes palabras:
A raíz de la llegada de «El Barón de la Lana de ultramar», Gwyneira - una muchacha muy poco femenina que, haciendo gala de comportamientos impropios de las del bello sexo, va en pos del zorro más deprisa y obteniendo mejores resultados que el resto de los cazadores, y que exhalaría su último aliento soltera y entera si su paso por el altar dependiera de su capacidad para sorprender a los mozos casaderos con los adornos florales hechos por ella – será hecha prisionera por una serie de preguntas sobre las lejanas tierras de las que ha llegado el hombre al que el padre de ella espera y desea vender las mejores ovejas de sus rebaños, y es que – influenciada por las noveluchas con las que tantas veces se ha sorprendida a si misma soñando despierta – será inevitable para ella preguntarse: ¿Podrán montar la mujeres en Nueva Zelanda en sillas de caballero?, ¿Qué se sentirá galopando junto a uno de los cowboys que cabalgan por tan lejanas tierras?, ¿Serán los cowboys neozelandeses tan apuestos como los americanos?, ¿se verán allí duelos con pistolas protagonizados por pistoleros cuya rapidez con el revolver esta puesta el servicio de la defensa de damas que, con el corazón desbocado, tiemblan de miedo cuando los ven jugarse la vida?
Es durante una cena en honor del Sr. Warden cuando, por boca de este último, los lectores y la que hubiera preferido vivir en un fuerte rodeado por indios antes que una mansión en mitad de un jardín lleno de rosales, nos enteramos de que el pueblo polinesio al que los etnólogos llaman «maori» (cazador de moa) se hizo digno de ese nombre por haber contribuido notablemente a la extinción de las moas, las aves paleognatas del orden Dinornithiformes que hace siglos habitaban en la isla en la que, en busca de un futuro mejor, se han instalado los inmigrantes europeos a los que se les llama «kiwis» sin saberse muy bien a quién y porque se le ocurrió la idea de identificarlos con las aves paleognatas del orden Struthioniformes.
Dados los acontecimientos que tienen lugar tras finalizar la cena, sin lugar a dudas, bien se podría afirmar que ni el postre más dulce conseguiría borrar el amargo sabor que queda en el lector al leer que Lord Terence Silkham pone en juego a Gwyneira como si fuera un objeto cuya perdida no implica tristeza alguna por carecer el susodicho de valor.
Y es que, sin encomendarse ni a Dios ni al Diablo y con una buena cantidad de whisky entre pecho y espalda, el mencionado e irresponsable caballero accederá a que Gerald Warden se lleve como premio a Gwyneira si este último consigue con solo un par de cartas sumar veintiuno, la cifra gracias a la cual ganan la partida los que juegan al Blackjack, ese popular juego por culpa del cual las puertas de los casinos tantas veces han sido cruzadas por tipos que entraron con un puñado de dólares, y, horas después, salieron con sus bolsillos tan vacíos como los morrales de Rinconete y Cortadillo, ese par de pillos que protagonizan la obra picaresca en la que, por primera vez, se hace referencia a La veintiuna, el precursor del juego que, al fin y a la postre, provocara que a “la princesita galesa” se le brinde la posibilidad de reinar en Kiward Station, la basta extensión de terreno situada en las llanuras de Canterbury, y cuyo dueño y señor es su “amo”.
Aunque en un principio a Gwyneira le indigna que el rumbo de su vida haya sido marcado por el instante en el que su padre perdió los estribos por culpa del alcohol, consciente de que su vida en Gales implicaría malgastar sus días asistiendo a reuniones para tomar el te o para colaborar en obras benéficas, finalmente acaba aceptando como un buen destino ser una mujer pionera como las de los folletines, y sentir sobre su suave piel las gotas de sudor arrancadas por el trabajo, por esas duras jornadas durante las cuales, valiéndose de un arado tirado por un fuerte Cob Hengst, arara la tierra en la que esta la casa que compartirá con su marido, un hombre al que Gerald Warden, para sorpresa de ella, describe con no más de veinte palabras.
Mientras Gwyneira mete en sus maletas los vestidos más selectos de su ajuar, Helen Davenport deberá hacerse cargo de las huérfanas que serán enviadas a Christchurch para que ayuden a las esposas de los granjeros ingleses allí instalados, y que han sido seleccionadas por el comité que preside la señora Greenwood, personaje este que con las siguientes palabras dejará claro que es muy discutible su concepto de “caridad”:
Sin lugar a dudas, una de las principales características de estos tiempos modernos que nos ha tocado vivir y que están marcados por el auge de las redes sociales, es que estas últimas - a parte de provocar que sea cada más frecuente ser testigo de esa fea falta de educación que es que el personal haga mas caso a la última parida twittera de Sergio Ramos que a su interlocutor – han conseguido que la transmisión de los sentimientos a partir de los cuales se establecen las relaciones personales se produzca con una rapidez que ha desecho el nudo que apretaba el estomago de aquell@s que con emoción mal contenida esperaban durante días la llegada de una carta de amor, ese “documento en vías de extinción” del que es un buen ejemplo aquel cuyo encabezamiento era “Querida Milagros”, y cuyo firmante era el soldado que a este última le hacía saber que no podía vivir sin ella, y que el pánico que le provocaba pensar que no volvería verla era mucho mayor que el que le embargaba cuando veía a su alrededor las explosiones por cortesía de las cuales la luz del sol que a ella y a él tantas veces les ilumino había sido devorado por La Muerte, ese ave extraña que volaba sobre los campos de batalla donde él había visto a los hombres llorar como niños por culpa de esa absurda guerra cuyo final solo verían los muertos.
Ante tal tesitura, tal como ha podido comprobar el que esto escribe, será imposible que en el rostro de l@s lector@s no se dibuje una sonrisa al llegar a la página en la se produce el intercambio epistolar entre Helen y Howard O’Keefe, el rudo hombre que, valiéndose de la negra tinta en la que remojo su pluma, ha volcado sobre una hoja en blanco su deseo de que la mencionada dama se convierta en su amada esposa.
Tras los pertinentes preparativos por parte de ambas, los caminos de Gwyneira y de Helen se cruzarán sobre la cubierta del Dublin, barco este al que la de Londres accederá acompañada por Daphne, Elizabeth, Rosemary, Dorothy y las gemelas Laurie y Mary, las seis niñas que ha tomado a su cargo, y a las que - pálidas, desnutridas y asustadas – vio por primera vez tras las cuatro paredes de uno de esos orfanatos en los que en aquellos días – más mal que bien – se cuidaba a las pobres criaturas en cuyos ojos ya se había reflejado la cara mas cruel de La Vida, y que, en lugar de crecer cubiertas por las caricias y el cariño de su madre, crecieron bajo un manto tejido por la miseria y la soledad.
El hecho de que hoy en día La city de Londres sea uno de los distritos financieros más importantes de toda Europa, es un claro ejemplo de que no siempre es cierta la máxima “Cualquier tiempo pasado fue mejor”; y es que, aunque actualmente hay miles de londinenses que sufren los golpes de la crisis, por fortuna para ellos, estos últimos pueden tener la seguridad de que nunca vestirán el uniforme que hace siglos vistieron los miembros de la famélica legión que vagaban sin rumbo por las calles por las que actualmente, con paso firme y seguro, desfila ese ejército formado por agresivos y trajeados ejecutivos que tienen el mundo en sus manos gracias a modernos iPhones por los que han pagado una cantidad de dinero con la que se podría haber alimentado a esos pobres desgraciados cuya vida estaba marcada por la penuria a la que, por fortuna para ellas, esquivaran “Las protegidas por Helen”.
A parte de darnos razones para constatar la notable evolución y mejoría que ha experimentado la calidad de vida de los habitantes de la capital inglesa, la autora de la novela hoy reseñada, gracias a la botadura del Dublin, nos hace ser conscientes de lo afortunado que somos por tener a nuestra disposición los ingenios mecánicos que tanto ha contribuido al avance del mundo. Y es, aunque las treinta y dos horas que hay que vivir a bordo de un avión para llegar desde Londres a Christchurch puedan parecernos una tortura, hay que reconocer que son un agradable paseo por el cielo teniendo en cuenta que en 1852 todos aquellos que querían cambiar el frío y la humedad de la capital inglesa por las agradables temperaturas de la mencionada urbe neozelandesa tenían que pasar ciento cuatro días de su vida a bordo de aquellos barcos de vapor que albergaban en sus entrañas un motor de vapor gracias al cual ganaron la Wattalla que libraron contra las fuertes corrientes marinas que entre los años 1250 y 1300 d. C. fueron vencidas por los fornidos brazos de los remeros que impulsaban hacía delante a los cuarenta metros de largo de las waka taua (canoas de guerra) con las que devoraron las millas marinas que había entre la isla de La Polinesia de la que procedían, y lo que “la Wikipedia” define como “país insular de Oceanía que se localiza en el suroeste del océano Pacífico”.
Mientras que hoy en día los compañeros de viaje de los que viajan a lo largo y ancho del mundo son los auxiliares de vuelo que en todo momento se preocupan por su bienestar y cada media hora les agasajan con un bien surtido servicio de catering, a mediados del siglo XIX – tal como comprobaran las protagonistas del libro – tarde o temprano, los barcos encargados de unir a los continentes eran abordados por las enfermedades derivadas de unas condiciones de vida manifiestamente mejorables.
Esas malas condiciones unidas a la deficiente alimentación y a otras penurias propias del penoso viaje realizado por los que buscaban un futuro mejor en el fin del mundo son las musas que han guiado la pluma de la autora durante la redacción de los que, sin lugar a dudas, son los momentos más conmovedores de la novela hoy reseñada.
Mientras que el bulbo de proa del Dublin surca las dieciocho mil millas náuticas que hay entre La Pérfida Albión y Nueva Zelanda, sobre la cubierta de dicho barco, la amistad entre Helen y Gwyneira avanza con viento en popa y a toda vela gracias en buena medida a las conversaciones durante las que exponen sus diferentes puntos de vista sobre lo que les espera cuando lleguen a su punto de destino, al lugar donde ambas perderán la libertad gracias a ese santo sacramento que es el matrimonio, y que que despierta en ellas sentimientos muy distintos:
La llegada del pasaje literario en el que, al acercarse el barco a la costa, en los ojos de los pasajeros que van a bordo del Dublín se reflejan peñas de contorno escarpado tras las cuales se amontonaban de nuevo las nubes, es elegido por la escritora para sacar a la palestra a la guía turística que un día fue, y explicar al lector que el hecho de que la montaña diera la impresión de que estaba suspendida en un blanco luminoso de algodón fue lo que provoco que los maoríes llamarán Aotearoa (La tierra de la gran nube blanca) a la isla en la que en 1972 nació "El guía del desfiladero" que, acompañado por un androide casi tan humano como él, luchara contra los criminales que pertUrban la tranquilidad de los habitantes de Los Ángeles, y que si algún se propone escalar Der Zauberberg puede tener la certeza de que conquistara la cima de esa mágica montaña gracias a que DOOMina la compleja gramática de la lengua materna de “Los Buddenbrook” y el par de gerMannos que lo engendraron en Te Whanganui-a-Tara, la ciudad neozelandesa en la que los culpables de que viera la luz del sol el que cabalgo bajo la “Luna comanche” buscaron la prosperidad que les negó La Vieja Europa, esa buena señora cuya piel esta cubierta con las cientos de cicatrices que le dejaron las batallas que sobre ella se libraron, y entre las que cabe destacar aquella durante la cual La Grande Armée a las ordenes del general Napoleón Bonaparte fue vencida por la fuerza multinacional a la que comandaba el Duque de Wellington.
Finalizada la larga y agotadora travesía en barco, para las seis niñas llegadas del país donde reino Ricardo III, la primera y agradable sorpresa llegará gracias a la visión del río Avon, y es que – tal como nos indica nuestra guía - las que hasta la fecha solo habían visto las turbias y malolientes aguas del Támesis, caerán prisioneras del éxtasis al ver que pueden ver reflejados sus rostros en la superficie de la cristalina lengua de agua cuyo nombre es un homenaje a la ciudad natal de William Shakespeare.
Por desgracia para “las protegidas de Helen” esta última no podrá evitar que todas y cada una de ellas afronten solas su destino, un destino que las abrirá las puertas de las casas de los inmigrantes ingleses instalados en la isla, y que, por desgracia para ellas, mas pronto que tarde las obligaran a trabajar muy duro para ganarse su sustento.
Sin lugar a dudas, algunos de los momentos más tristes de la novela llegan con la llegada de los dueños y señores de las seis niñas, gracias al “proceso de selección” llevado a cabo por estos últimos seremos testigos de la escena durante la cual los corazones de las gemelas Laurie y Mary son encadenados al dolor con una serie de eslabones forjados por la tristeza provocada por su separación forzosa, la cual arrancara de sus ojos un torrente de lagrimas que no podrán contener las explicaciones dadas por esos adultos que para justificar tamaña tragedia apelan a los designios de Dios.
La entrada en escena de un tal Morrisón, uno de esos tipos que hoy en día formaría parte de la despreciable escoria humana que sacia sus depravados instintos intercambiando archivos en los que niños pequeños son explotados sexualmente, da lugar a un momento en el que se dan cita lo peor y lo mejor del ser humano, mientras que el cerdo de dos patas citado anteriormente pone rostro a los pedófilos, el instante en el que Daphne se sacrifica para que Dorothy no sea mancillada nos conmueve, y nos alivia ante tanta inmundicia:
El choque cultural que tiene lugar tras las cuatro paredes de la lujosa mansión sita en Kiward Station, y en el que están implicados los mundos a los que – respectivamente - pertenecen Gwyneira y las mujeres maoríes que forman parte del servicio domestico son la herramienta elegida por la autora para dar fe de cómo las del mismo sexo tienen una visión muy distinta de todo lo relacionado con el sexo.
Kiri se la quedó mirando con el ceño fruncido.
Si hace años al dueño de la biblioteca formada por novelas que narran las hazañas bélicas de soldados que se sienten bien entre la guerra, la sangre, la muerte y el dolor le hubieran pedido que definiera la obra literaria hoy reseñada, debido en buena medida a los prejuicios que llenaban su petate, habría dicho que seria una de esas cursiladas protagonizadas por señoritas ataviadas con vestiditos de colar rosa, y cuyo corazón pretendía conquistar un guapito de cara muy educado que después de cientos paginas, tras el pertinente galanteo lleno de bonitas palabras, conseguiría conocerlas en el sentido bíblico sobre una cómoda y perfumada cama de rosas.
Leído lo leído, tengo que confesar que quede como un cretino por culpa de la osada ignorancia que dio lugar a que en mi mente tuviera lugar esa acumulación de lugares comunes, y es que, llegada la hora de retratar el primer encuentro sexual entre Helen y Howard, la autora evita en todo momento endulzar lo que para la mencionada joven se convierte en un momento muy desagradable y doloroso.
Consciente de que la relación con su esposo no le enseñara el significado de la felicidad, Helen buscará a este último en las clases que imparte a los niños maoríes, los cuales, a su manera, y sin recurrir a libros extraños como los escritos por los hombres blancos, le enseñarán cosas propias de cultura, y, con la inocencia propia de la infancia, darán su opinión sobre los que estaban empeñados en que se alejaran de sus dioses paganas, y, con las rodillas hincadas en tierra, se postrasen ante Dios.
La frialdad que caracteriza al matrimonio formado por Lucas y Gwyneira será la culpable de que, llegada la hora de compartir el lecho marital, los pocos milímetros de separación que hay entre sus cuerpos sean para ellos una distancia tan grande como la que hay entre Nueva Zelanda y Australia, país este último en el que aprendió el oficio de trasquilador James McKenzie, un auténtico Highlander que sabe mas de ovejas que de espadas largas, y gracias al cual la princesita galesa se enterara de que es totalmente injusto que “peligroso criminal” sea el calificativo de todos los que viven en esa isla.
Precisamente ese rudo hombre cuyo trabajo contribuye al incremento de la riqueza de Gerald Warden será el que enriquecerá la existencia de la mencionada dama, y es que, gracias a él, su corazón y su cuerpo caerán prisioneros de sensaciones que la relación con su esposo fue incapaz de liberar.
Con una prosa exquisita, alejada de lo chabacano y barnizada con una buena capa de delicadeza y buen gusto, la autora da el parte de guerra de los combates cuerpo a cuerpo que, tras liberar la parte animal que todos llevamos dentro, Gwyneira y James libran en la naturaleza salvaje:
La historia de amor imposible protagonizada por ambos personajes, como no podía ser de otra manera, tendrá un infeliz final que, por desgracia para la sección femenina de la pareja, no será tan pacifico y elegante como los de las novelas románticas firmadas por Edward George Earl Bulwer-Lytton (1803 – 1873), el reputado escritor inglés que fue testigo de "Los últimos días de Pompeya", y que acuño la famosa frase: La pluma es más fuerte que la espada.
Tal como queda patente en este último extracto de la novela, bien se puede afirmar que el vinculo sentimental que une a los protagonistas de tan trágica historia de amor es tan fuerte como el amaranto, hierba esta que pertenece a la familia Amaranthaceae, y que, dado que se caracteriza por tener una capacidad de resistencia al frío que justifica la razón por la cual los griegos la llaman ἀμάραντος (la que no se marchita), podría sobrevivir sin problemas en las húmedas tierras de la isla británica de la que, desde hace 700 años, es símbolo nacional la flor que germina en el nombre y en el escudo de armas de La Antiquísima y Nobilísima Orden del Cardo, y que fue protagonista involuntaria de aquella lejana noche durante la cual, según la leyenda, los habitantes de una aldea escocesa consiguieron salvar sus vidas gracias a que los invasores daneses que querían masacrarlos con nocturnidad y alevosía perdieron el factor sorpresa cuando de la garganta de uno de ellos salieron los gritos de dolor que no pudo reprimir cuando en la carne de sus pies desnudos penetraron las espinas de un miembro de la familia de las Asteraceae.
Los graves problemas a los que se enfrentaron los hombres que intentaron labrarse un futuro mejor en las duras tierras de Nueva Zelanda quedan perfectamente definidos gracias a Peter Brewster:
A medida que vamos devorando paginas vamos tomando conciencia de que, aunque son furibundos enemigos y serían incapaces de estar en la misma habitación sin intentar matarse uno al otro, el desprecio que Gerald y Howard sienten por sus hijos es el mismo, mientras que el primero se avergüenza de Lucas por ser incapaz de montar a Gwyneira y dejarla preñada como haría un hombre de verdad, el segundo de ellos se avergüenza de ese niño cuya delicadeza es incompatible con la dureza que exige trabajar en una granja.
El notable incremento que la riqueza de los países colonizadores experimento gracias en buena medida a la explotación de los pueblos que por ellos han sido colonizados también es puesto en tala de juicio por la autora de la novela hoy reseñada.
El despreciable trato que Gerald dispensa a su nuera se hace publico y notorio durante la noche en la que esta última es atacada por el que presume de ser un señor y no se diferencia en nada de los desgraciados que llenan las tabernas en las que se sirve un whisky tan fuerte como aquel gracias al cual él, desde la mañana a la noche, tiene serios problemas para mantenerse erguido:
Sin lugar a dudas, una de las razones por las cuales Christiane Gohl – si tuviera que elegir entre Othar y Atila – optaría por pasar sus días junto al tarpán sobre el cual cabalgo el que se autoproclamo El Rey de Los Hunos es que – a diferencia de los congeneres de "El azote de Dios" al que los alemanes llamaban Etzel y los húngaros Ethele, y por culpa del cual la hierba no volvió a crecer en las praderas europeas en las que sembró muerte y destrucción con la inestimable ayuda de las bárbaras hordas por él acaudilladas – el Equus ferus ferus no cometería actos tan brutales como el que, por cortesía de Gerald Warden, helaría la sangre al más templado.
Y es que la dama que conoció las dulces caricias con las que un hombre enamorado es capaz de cubrir a su amada, para su desgracia, conocerá también la brutalidad gracias a la que un hombre convertido en bestia consigue que ese acto destinado a dar placer se convierta en una atroz tortura para la mujer:
Ese bonito momento en el que del vientre de una mujer sale el bendito fruto que ha germinado en él, se convierte en algo de infausto recuerdo para ella cuando el que planta la semilla se olvida del cariño y usa única y exclusivamente la violencia.
Aunque tiene un papel secundario en la trama, bien merece ser destacado ese personaje llamado Lucas Warden, un hombre sensible al que le hubiera gustado amar a Gwyneira, y que ha crecido atormentado por los desprecios de su padre y de aquellos que no lo consideraban un hombre de verdad.
Debido en buena medida a esto último, con la firme intención de demostrar que es un «auténtico hombre», tras poner tierra de por medio entre él y Kiward Station, acabará en la costa Oeste, El Dorado de los «hombres duros» que con orgullo se autodenominan coasters, y que ganan su sustento primero con la pesca de ballenas y la caza de focas y, más recientemente, también buscando oro.
Será allí donde el que ese tipo duro que es James McKenzie definió como “Un ser bueno, aunque vulnerable, nacido en el tiempo y el lugar equivocados”, descubrirá junto a los coasters el alto precio que un hombre debe pagar para que no se ponga en tela de juicio su virilidad.
El que siendo niños, tras unas cuantas horas leyendo Moby Dick, deseo que rapidamente le creciera pelo en el pecho para que así le dejaran enrolarse en un barco ballenero como el capitaneado por aquel que Acabo siendo devorado por la ballena albina con cuya vida quería Acabar, gracias al fragmento en el que Lucas y sus compañeros de fatiga se encuentran frente a frente con una ejemplar de la familia de los cetáceos misticetos volvio a sentirse como si otra vez estuviera navegando los mares a bordo del Pequod.
Con precisión de cirujano, la autora describe detalladamente la carnicería que comienza cuando una lluvia de arpones ha provocado que la ballena nunca más vuelva a ver brillar el sol:
Lucas, rodeado de viriles y fornidos hombres, comprenderá la razón por la cual, al caer la noche, era incapaz de culminar el acto sexual con la dueña del cuerpo de mujer con el que en Kiward Station compartía su cama:
El matrimonio bien avenido que forman la homosexualidad y la sensibilidad hace acto de presencia en uno de los párrafos más bellos del libro:
El lógico y comprensible miedo que Europa tiene a la descontrolada inmigración que llega desde África bien se podría decir que es similar al que era dueño y señor de los corazones de aquellos que tras haber contribuido a que Nueva Zelanda fuera conocida por su gran riqueza temían que esta última atrajera a buscavidas llegados de todos los rincones del mundo.
Llegado el final de la historia seremos testigos de cómo Helen dedicará sus esfuerzos a evitar que muchachas inglesas crucen el mar atraídas por cantos de sirena que, en demasiadas ocasiones, las llevarán a estrellar sus vidas contra los arrecifes de la decepción y la tristeza:
Aunque las bellas tierras de Nueva Zelanda dieran la impresión de que estaban viviendo en El Paraíso, serán muchos los colonos que allí descubran que en tan lejanos parajes también tienen cabida la tristeza y el dolor, sentimientos estos que, en cualquier parte del mundo, son mucho más soportables cuándo tenemos a alguien a nuestro lado que nos ofrece su hombro para que sobre él derramemos esas lagrimas que, más pronto que tarde, gracias a sus palabras de cariño se deshacen como en las aguas del inmenso océano Pacifico se deshacen las gotas de lluvia que en los días de tormenta descarga la gran nuble blanca.
En resumen, leído lo leído, el que esto escribe puede asegurar que todos aquellos que se dejen guiar por Sarah Lark, al Hakabar la travesía literaria durante la cual sus compañeros de viaje serán esos personajes que con razón han conquistado el corazón de millones de lectores y que protagonizan una conmovedora historia llena de momentos inolvidables, desearan dejar sus huellas en la tierra que esta bajo la gran nube blanca, y cuyo nombre en maori – Aoetearoa – salio por primera vez de labios de Kuramarotini, la mujer que con la red tejida por sus encantos capturo a Kupe, el hombre que – junto a ella y a los hombres que con sus fornidos brazos impulsaban hacia delante a la canoa de guerra a bordo de la cual iban – en el siglo X d.C. - llegaron hasta allí arrastrados por las fuertes corrientes marinas y persiguiendo al gigantesco pulpo que atemorizaba a los bancos de peces que habitaban en las aguas que bañaban las costas de ese “Paraíso Original” llamado Hawaiiki que tiempo atrás los había visto nacer a todos ellos.
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