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jueves, 14 de noviembre de 2013

Unter dem Himmel über Aotearoa (Bajo el cielo sobre La tierra de la gran nube blanca)


A parte de su belleza, su simpatia y su extraordinaria calidad humana, el echo de que, al igual que yo, disfrutará siendo hechizada por la Magia salida de la pluma de escritores del más diverso pelaje tuvo buena culpa también de que para mi fueran de lo más agradables las horas que, alrededor de una hoguera alimentada con leña de Ebano, compartí junto a «La Amazona que cruzo el Ruhr a galope tendido».

Dado que mis servicios de información me habían confirmado que «La admiradora de El capitán Alatriste» había disfrutado de gozosas horas gracias a la lectura de las aventuras protagonizadas por un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor, cuando quedaban pocas horas para que comenzara el día que seguiría a la noche durante la cual ambos fuimos iluminados por el fuego de La Hoguera de San Juan a la que arroje un Papel roto en el que plasme mi deseo de que sirvieran junto a mi las unidades de combate capitaneadas por la mencionada dama, esta última, muy a su pesar, en una calle de Gijón de cuyo nombre no quiere acordarse, fue debidamente informada por mi de que el inmortal personaje que creo El manco de Lepanto y que combatió contra Molinos de viento había sido musicalmente homenajeado por Mago de Oz y SAUROM, grupo este último que puso la banda sonora a La batalla de los cueros de vino, y cuyo nombre esta inspirado en uno de los protagonistas principales de la pieza de orfebrería literaria cuya adaptación cinematográfica se convirtió, al fin y a la postre, en la mejor campaña promocional de Nueva Zelanda.


Hasta tan lejanas, bellas y salvajes tierras he viajado durante las últimas noches gracias a la lectura de “En el país de la nube blanca” una apasionante novela que – con el pseudónimo que utiliza junto a los que emplea para hablar “Sobre ponys y caballos” y dar fe de “El juramento de Los Cruzados” – ha firmado Christiane Gohl, una escritora alemana que ha probado las mieles del éxito tras superar el pánico al folio en blanco al que se enfrento por primera vez el día que se canso de guiar a turistas por esos mundos de Dios que ella conoce perfectamente gracias a la decisión que la llevo a poner tierra de por medio entre ella y Bochum, la bella ciudad de Renania del Norte - Westfalia en la que nació en 1958, y a la que en Octubre de 2012, poseídos por el espíritu aventurero de los colonos que se lanzaron a la conquista de la patria de los maoríes, llegaron ese par de aventureros españoles llamados Sheila y José Luis, y que, por muchos años que pasen, jamás olvidarán los cinco meses durante los cuales fueron iluminados por las luces del norte.




Tras la lectura de la novela que según su autora – dado su volumen (836 páginas) – los hombres podríamos utilizar como arma defensiva, me veo en la obligación de decirle a la susodicha que, según mi humilde opinión, LA RAZÓN no estuvo de su parte cuando durante la entrevista que le realizo un periódico de tirada nacional afirmo que las historias largas, por lo general, no eran del agrado de los hombres, es decir de aquellos a los que, no siempre con razón, se nos acHaka que solo nos emocionamos cuando el terreno de un campo de rugby tiembla bajo los pies que, dotados de la velocidad del viento que agita las hojas de los helechos plateados, impulsan hacía delante a las moles humanas que bailan una danza ancestral con la que consiguen que de miedo tiemblen los que a ellas enfrentan, y que forman parte de la selección cuyo apodo es fruto del error de interpretación que se produjo hace décadas y por culpa del cual, en las paginas de un periódico deportivo, All Blacks ocupo el lugar que el periodista francés que redacto la crónica había reservado para All Backs, calificativo este con el que quiso decir que parecían todos Backs los enfundados en camisetas negras (Blacks) que habían dado fe de un asombroso juego de manos durante el tiempo de juego en el que con potencia y pundonor defendieron el honor de Nueva Zelanda.



Y es que el que comparte genero con las bestias de dos patas que gracias a sus comportamientos violentos han conseguido que, al igual que Christiane Gohl, sean muchas las mujeres que prefieren los caballos a los hombres, quiere que conste en acta que – mientras deseaba que sonaran en su habitación las dulces melodías de “El piano” con las que dio voz a sus sentimientos aquella de cuyas cuerdas vocales colgaba el silencio - disfruto mucho de las horas de lectura gracias a las cuales recorrió las tierras en las que en 1903 la fortuna busco Arjan van Diemen, un guerrillero Boer que, armado con la insistencia de un perro “Rastreador” y el instinto asesino de un cazador, fue tras las huellas de uno de aquellos “Guerreros de antaño” que con sus rostros tatuados mostraban el orgullo que les embargaba por pertenecer al pueblo cuyas ancestrales costumbres fueron desafiadas por la niña que escapó de la muerte cabalgando sobre los lomos de una ballena.


Londres 1852

Prisionera de la presión a la que en aquellos tiempos estaban sometidas las mujeres por culpa de las conservadoras convenciones sociales que exigían que las del sexo débil fueran amorosas madres y esposas complacientes y decentes, para Helen Davenport los días pasan dejando tras de si el creciente y amargo sentimiento de tristeza que a ella le provoca saber que su juventud se marchita, y que es muy factible que nunca ella forme una familia.

Tras las cuatro paredes de la casa donde para pagar los estudios de sus dos hermanos imparte clases a George y William Greenwood, ante la atenta mirada de estos últimos y mientras sostiene entre sus manos la hoja parroquial, en el serio rostro de Helen se dibuja una sonrisa gracias a la inyección de ilusión que le es administrada por la lectura del siguiente anuncio:


La iglesia anglicana de Christchurch, Nueva Zelanda, busca mujeres jóvenes y respetables, versadas en las tareas domésticas y la educación infantil, que estén interesadas en contraer matrimonio cristiano con miembros de buena reputación y posición acomodada de nuestra comunidad.



Consciente de que ha llegado la hora de volver a tomar el timón de La Vida que soltó cuando sus padres murieron, Helen decide poner millas marítimas de por medio, alarde de valor este último que sorprenderá a los que estaban convencidos de la superioridad masculina.



Pero no es ningún secreto que en ultramar hay más hombres que mujeres. Exceptuando tal vez Australia, donde ha caído la escoria femenina de la sociedad: estafadoras, ladronas, prost..., bueno, chicas de costumbres ligeras. Pero si se trata de una emigración voluntaria, nuestras damas son menos amantes de la aventura que los señores. O bien van allí con sus esposos o no van. Un rasgo típico del carácter del sexo débil.


Dado que en aquellos lejanos días no existía la enciclopedia virtual a la que tantas veces ha recurrido este Blogger, el desconocimiento absoluto que de Nueva Zelanda tiene Helen provocará que esta última caiga cautiva de las dudas que le genera no saber si dicho país es la mejor elección para emigrar, por fortuna para ella, esa Wikipedia andante que responde al nombre de Robert Greenwood la acabará convención de que, entre todas las colonias británicas que hay repartidas por el mundo, sin lugar a dudas, la mejor de todas ellas es la tierra en la que el 13 de diciembre de 1642 los maoríes dieron una bienvenida muy poca amistosa a los hombres de uno de los dos barcos que el 14 de agosto salieron del puerto de Batavia (actual Yakarta) y que, capitaneados por el marino, explorador y comerciante neerlandés Abel Janszoon Tasman, tenían como objetivo descubrir si era cierta la existencia de unas tierras que se creía estaban, pero que aún no habían sido vistas por los europeos.


Y es que, además de estar a salvo del parásito del género Plasmodium que vive en los pantanos de La India y que llena los cementerios de dicho país valiéndose de las picaduras con las que transmite esa enfermedad llamada malaria; Helen podrá tener la certeza de que en Nueva Zelanda no se encontrará con peligrosas bestias de dos patas entre las que se encuentran los sanguinarios indígenas que arrancan vidas y cabelleras en los salvajes territorios de Norteamérica, y los descendientes de algunos de los cientos de miles de criminales que en Australia - por cortesía del gobierno de Inglaterra – cumplieron sus condenas trabajando duramente ante la atenta mirada de brutales guardianes que, para mejorar la productividad de los que por ellos eran vigilados, en las espaldas de estos últimos, valiéndose del látigo que empuñaban, tatuaron horribles heridas de las que manaron torrentes de sangre que se mezclaron con el sudor arrancado por los abrasadores rayos de sol que provocaban y provocan que en la tierra desconocida del sur los termómetros marquen temperaturas que jamás se alcanzarán en las tierras altas del país del que en 1963, repitiendo la ruta marítima que siguieron las 806 “lujosas” prisiones flotantes a bordo de las cuales iban los indeseables que, entre 1788 y 1868, fueron expulsados de la "Tierra de los Anglos", llego la familia cuyo apellido el mundo entero recorrió gracias a Malcolm Mitchell (Glasgow - 1953) y Angus McKinnon (Glasgow – 1955), los compositores de algunas de las canciones que componen la banda sonora de los rockeros que recorren la autopista al infierno.




Lejos de la capital inglesa, concretamente en las llanuras de Cardiff (Gales), Nueva Zelanda se cruzara también en el camino de Gwyneira, la hija de Lord Terence Silkham, el dueño y señor de la mansión cuya puertas cruzará Gerald Warden, un hombre llegado de las lejanas tierras del Pacifico Sur, y cuyo aspecto no se parece en nada al de los cowboys que protagonizan las novelitas que lee la mencionada muchacha, y que la madre de esta última, presa del horror que le provocan, bien podría definirlas con las siguientes palabras:



Una porquerías de libros en las que la prosa del autor narra las luchas sangrientas de los colonos americanos contra furibundos indígenas, unas torpes ilustraciones muestran a jóvenes audaces con largas y enredadas melenas, sombrero Stetson, pantalones de piel y botas de extraña forma con unas espuelas ostentosamente largas, y en las que, para más inri, los vaqueros no tardaban en recurrir a su arma, que llamaban Colt y que guardaban en pistoleras que llevaban sujetas a un cinturón holgado.



A raíz de la llegada de «El Barón de la Lana de ultramar», Gwyneira - una muchacha muy poco femenina que, haciendo gala de comportamientos impropios de las del bello sexo, va en pos del zorro más deprisa y obteniendo mejores resultados que el resto de los cazadores, y que exhalaría su último aliento soltera y entera si su paso por el altar dependiera de su capacidad para sorprender a los mozos casaderos con los adornos florales hechos por ella – será hecha prisionera por una serie de preguntas sobre las lejanas tierras de las que ha llegado el hombre al que el padre de ella espera y desea vender las mejores ovejas de sus rebaños, y es que – influenciada por las noveluchas con las que tantas veces se ha sorprendida a si misma soñando despierta – será inevitable para ella preguntarse: ¿Podrán montar la mujeres en Nueva Zelanda en sillas de caballero?, ¿Qué se sentirá galopando junto a uno de los cowboys que cabalgan por tan lejanas tierras?, ¿Serán los cowboys neozelandeses tan apuestos como los americanos?, ¿se verán allí duelos con pistolas protagonizados por pistoleros cuya rapidez con el revolver esta puesta el servicio de la defensa de damas que, con el corazón desbocado, tiemblan de miedo cuando los ven jugarse la vida?


Es durante una cena en honor del Sr. Warden cuando, por boca de este último, los lectores y la que hubiera preferido vivir en un fuerte rodeado por indios antes que una mansión en mitad de un jardín lleno de rosales, nos enteramos de que el pueblo polinesio al que los etnólogos llaman «maori» (cazador de moa) se hizo digno de ese nombre por haber contribuido notablemente a la extinción de las moas, las aves paleognatas del orden Dinornithiformes que hace siglos habitaban en la isla en la que, en busca de un futuro mejor, se han instalado los inmigrantes europeos a los que se les llama «kiwis» sin saberse muy bien a quién y porque se le ocurrió la idea de identificarlos con las aves paleognatas del orden Struthioniformes.


Dados los acontecimientos que tienen lugar tras finalizar la cena, sin lugar a dudas, bien se podría afirmar que ni el postre más dulce conseguiría borrar el amargo sabor que queda en el lector al leer que Lord Terence Silkham pone en juego a Gwyneira como si fuera un objeto cuya perdida no implica tristeza alguna por carecer el susodicho de valor.

Y es que, sin encomendarse ni a Dios ni al Diablo y con una buena cantidad de whisky entre pecho y espalda, el mencionado e irresponsable caballero accederá a que Gerald Warden se lleve como premio a Gwyneira si este último consigue con solo un par de cartas sumar veintiuno, la cifra gracias a la cual ganan la partida los que juegan al Blackjack, ese popular juego por culpa del cual las puertas de los casinos tantas veces han sido cruzadas por tipos que entraron con un puñado de dólares, y, horas después, salieron con sus bolsillos tan vacíos como los morrales de Rinconete y Cortadillo, ese par de pillos que protagonizan la obra picaresca en la que, por primera vez, se hace referencia a La veintiuna, el precursor del juego que, al fin y a la postre, provocara que a “la princesita galesa” se le brinde la posibilidad de reinar en Kiward Station, la basta extensión de terreno situada en las llanuras de Canterbury, y cuyo dueño y señor es su “amo”.


Aunque en un principio a Gwyneira le indigna que el rumbo de su vida haya sido marcado por el instante en el que su padre perdió los estribos por culpa del alcohol, consciente de que su vida en Gales implicaría malgastar sus días asistiendo a reuniones para tomar el te o para colaborar en obras benéficas, finalmente acaba aceptando como un buen destino ser una mujer pionera como las de los folletines, y sentir sobre su suave piel las gotas de sudor arrancadas por el trabajo, por esas duras jornadas durante las cuales, valiéndose de un arado tirado por un fuerte Cob Hengst, arara la tierra en la que esta la casa que compartirá con su marido, un hombre al que Gerald Warden, para sorpresa de ella, describe con no más de veinte palabras.


Mientras Gwyneira mete en sus maletas los vestidos más selectos de su ajuar, Helen Davenport deberá hacerse cargo de las huérfanas que serán enviadas a Christchurch para que ayuden a las esposas de los granjeros ingleses allí instalados, y que han sido seleccionadas por el comité que preside la señora Greenwood, personaje este que con las siguientes palabras dejará claro que es muy discutible su concepto de “caridad”:



Nuestro comité ha seleccionado seis niñas, pero el reverendo cree que la mitad de ellas es demasiado joven para que las enviemos solas a hacer el viaje. No es que tenga nada contra el reverendo, ¡pero a veces es poco realista! No calcula simplemente lo que cuestan aquí las niñas, mientras que ahí podrían ganarse la vida...


Sin lugar a dudas, una de las principales características de estos tiempos modernos que nos ha tocado vivir y que están marcados por el auge de las redes sociales, es que estas últimas - a parte de provocar que sea cada más frecuente ser testigo de esa fea falta de educación que es que el personal haga mas caso a la última parida twittera de Sergio Ramos que a su interlocutor – han conseguido que la transmisión de los sentimientos a partir de los cuales se establecen las relaciones personales se produzca con una rapidez que ha desecho el nudo que apretaba el estomago de aquell@s que con emoción mal contenida esperaban durante días la llegada de una carta de amor, ese “documento en vías de extinción” del que es un buen ejemplo aquel cuyo encabezamiento era “Querida Milagros”, y cuyo firmante era el soldado que a este última le hacía saber que no podía vivir sin ella, y que el pánico que le provocaba pensar que no volvería verla era mucho mayor que el que le embargaba cuando veía a su alrededor las explosiones por cortesía de las cuales la luz del sol que a ella y a él tantas veces les ilumino había sido devorado por La Muerte, ese ave extraña que volaba sobre los campos de batalla donde él había visto a los hombres llorar como niños por culpa de esa absurda guerra cuyo final solo verían los muertos. 




Ante tal tesitura, tal como ha podido comprobar el que esto escribe, será imposible que en el rostro de l@s lector@s no se dibuje una sonrisa al llegar a la página en la se produce el intercambio epistolar entre Helen y Howard O’Keefe, el rudo hombre que, valiéndose de la negra tinta en la que remojo su pluma, ha volcado sobre una hoja en blanco su deseo de que la mencionada dama se convierta en su amada esposa.



Muy estimada lady:




Apenas si oso dirigirle la palabra, tan inconcebible me resulta que yo pueda despertar su atención. El modo que he elegido para ello es seguramente poco convencional, pero vivo en un país todavía joven en el que, aunque tenemos en alta consideración las viejas costumbres, debemos encontrar nuevas e inauditas soluciones cuando algún problema nos encoge el corazón. En mi caso se trata de una profundamente sentida soledad y un ansia que no me permite conciliar el sueño. Si bien resido en una casa confortable, ésta carece de la calidez que sólo una mano femenina puede crear. El paisaje que me rodea es de una belleza y extensión infinitas, pero a tal esplendor parece faltarle el núcleo que lleve luz y amor a mi vida. Dicho en pocas palabras: sueño con una persona que quiera compartir la existencia conmigo, que participe en mis logros en la construcción de mi granja, pero que también esté dispuesta a ayudarme, a soportar los contratiempos. Sí, ansío a una mujer que esté dispuesta a unir su destino con el mío. ¿Acaso es usted esa mujer? Ruego a Dios que me conceda una mujer amorosa cuyo corazón pueda ablandar estas palabras.




Muy estimado señor O’Keefe,




Hoy he leído su carta con gran alegría y afecto. También yo he emprendido el camino hacia nuestro conocimiento de forma vacilante, pero en Dios está saber por qué une a dos personas cuyos mundos están separados. Con la lectura de su carta, los kilómetros que nos separan parecen, sin embargo, fundirse cada vez más deprisa. ¿Es posible que en nuestros sueños ya nos hayamos encontrado una y otra vez? ¿O son quizá las experiencias y las ansias comunes las que nos acercan el uno al otro?


Tras los pertinentes preparativos por parte de ambas, los caminos de Gwyneira y de Helen se cruzarán sobre la cubierta del Dublin, barco este al que la de Londres accederá acompañada por Daphne, Elizabeth, Rosemary, Dorothy y las gemelas Laurie y Mary, las seis niñas que ha tomado a su cargo, y a las que - pálidas, desnutridas y asustadas – vio por primera vez tras las cuatro paredes de uno de esos orfanatos en los que en aquellos días – más mal que bien – se cuidaba a las pobres criaturas en cuyos ojos ya se había reflejado la cara mas cruel de La Vida, y que, en lugar de crecer cubiertas por las caricias y el cariño de su madre, crecieron bajo un manto tejido por la miseria y la soledad.


El hecho de que hoy en día La city de Londres sea uno de los distritos financieros más importantes de toda Europa, es un claro ejemplo de que no siempre es cierta la máxima “Cualquier tiempo pasado fue mejor”; y es que, aunque actualmente hay miles de londinenses que sufren los golpes de la crisis, por fortuna para ellos, estos últimos pueden tener la seguridad de que nunca vestirán el uniforme que hace siglos vistieron los miembros de la famélica legión que vagaban sin rumbo por las calles por las que actualmente, con paso firme y seguro, desfila ese ejército formado por agresivos y trajeados ejecutivos que tienen el mundo en sus manos gracias a modernos iPhones por los que han pagado una cantidad de dinero con la que se podría haber alimentado a esos pobres desgraciados cuya vida estaba marcada por la penuria a la que, por fortuna para ellas, esquivaran “Las protegidas por Helen”.


A parte de darnos razones para constatar la notable evolución y mejoría que ha experimentado la calidad de vida de los habitantes de la capital inglesa, la autora de la novela hoy reseñada, gracias a la botadura del Dublin, nos hace ser conscientes de lo afortunado que somos por tener a nuestra disposición los ingenios mecánicos que tanto ha contribuido al avance del mundo. Y es, aunque las treinta y dos horas que hay que vivir a bordo de un avión para llegar desde Londres a Christchurch puedan parecernos una tortura, hay que reconocer que son un agradable paseo por el cielo teniendo en cuenta que en 1852 todos aquellos que querían cambiar el frío y la humedad de la capital inglesa por las agradables temperaturas de la mencionada urbe neozelandesa tenían que pasar ciento cuatro días de su vida a bordo de aquellos barcos de vapor que albergaban en sus entrañas un motor de vapor gracias al cual ganaron la Wattalla que libraron contra las fuertes corrientes marinas que entre los años 1250 y 1300 d. C. fueron vencidas por los fornidos brazos de los remeros que impulsaban hacía delante a los cuarenta metros de largo de las waka taua (canoas de guerra) con las que devoraron las millas marinas que había entre la isla de La Polinesia de la que procedían, y lo que “la Wikipedia” define como “país insular de Oceanía que se localiza en el suroeste del océano Pacífico”.


Mientras que hoy en día los compañeros de viaje de los que viajan a lo largo y ancho del mundo son los auxiliares de vuelo que en todo momento se preocupan por su bienestar y cada media hora les agasajan con un bien surtido servicio de catering, a mediados del siglo XIX – tal como comprobaran las protagonistas del libro – tarde o temprano, los barcos encargados de unir a los continentes eran abordados por las enfermedades derivadas de unas condiciones de vida manifiestamente mejorables.


Esas malas condiciones unidas a la deficiente alimentación y a otras penurias propias del penoso viaje realizado por los que buscaban un futuro mejor en el fin del mundo son las musas que han guiado la pluma de la autora durante la redacción de los que, sin lugar a dudas, son los momentos más conmovedores de la novela hoy reseñada.



El médico las trató como a todos los demás enfermos con ginebra, con lo que los respectivos titulares de la patria potestad debían decidir por sí mismos si el remedio debía administrarse de forma externa o interna. Helen se decidió por los lavados y compresas y así consiguió al menos que las pequeñas enfermas sintieran un poco de frescor. En la mayoría de las familias, por el contrario, el aguardiente acababa en la barriga del padre y la atmósfera, ya de por sí irritada, se volvió explosiva.




Al final murieron doce niños a causa de la epidemia, y de nuevo las lágrimas y las lamentaciones reinaron en la entrecubierta. El capitán celebró al menos una conmovedora misa de difuntos en la cubierta principal a la que asistieron todos los pasajeros sin excepción. Gwyneira, con el rostro arrasado por las lágrimas, tocaba el piano, pero sus buenas intenciones superaban con toda claridad su pericia. Sin partituras estaba desvalida. Al final, Helen se encargó de tocar y algunos de los pasajeros de la entrecubierta también recurrieron a sus instrumentos. La canción y el llanto de esos seres humanos se extendieron lejos sobre el mar y, por primera vez, emigrantes ricos y pobres se unieron en una comunidad. Se consolaron juntos y unos días después de la misa el ambiente general era más suave y pacífico. El capitán, un hombre tranquilo y experimentado, estableció a partir de entonces que la misa dominical se celebraría para todos en la cubierta principal.


Mientras que el bulbo de proa del Dublin surca las dieciocho mil millas náuticas que hay entre La Pérfida Albión y Nueva Zelanda, sobre la cubierta de dicho barco, la amistad entre Helen y Gwyneira avanza con viento en popa y a toda vela gracias en buena medida a las conversaciones durante las que exponen sus diferentes puntos de vista sobre lo que les espera cuando lleguen a su punto de destino, al lugar donde ambas perderán la libertad gracias a ese santo sacramento que es el matrimonio, y que que despierta en ellas sentimientos muy distintos:



Una cosa era maravillarse del refinado estilo epistolar de Howard y pensar en su adoración. Pero la idea de dejarse tocar por ese hombre totalmente desconocido... Helen tenía una idea vaga sobre lo que ocurría entre un hombre y una mujer por las noches, pero esperaba más dolores que alegrías. ¡Y ahora Gwyneira se refería despreocupadamente a tener hijos! ¿Querría hablar de este asunto? ¿Sabría más al respecto que Helen? La institutriz se preguntaba sobre cómo abordar el tema sin infringir de modo lamentable los límites de la decencia con la primera palabra. Y, claro está, sólo podía hacerlo cuando las niñas no estuvieran cerca. Con alivio comprobó que Rosie jugaba junto a ellas con Cleo.




Gwyneira tampoco podría haber contestado a esas preguntas apremiantes. Aunque hablaba en modo abierto de tener niños, sin embargo no dedicaba el menor pensamiento a las noches con Lucas. No tenía ni la menor idea de lo que la esperaba: su madre sólo le había explicado, avergonzada, que correspondía al destino de una mujer soportar esas cosas con humildad. Si Dios quería, sería correspondida por ello con un hijo. No obstante, Gwyn se preguntaba a veces si realmente podía considerarse una dicha tener a un bebé llorando y con la cara enrojecida, pero no se hacía ilusiones.


La llegada del pasaje literario en el que, al acercarse el barco a la costa, en los ojos de los pasajeros que van a bordo del Dublín se reflejan peñas de contorno escarpado tras las cuales se amontonaban de nuevo las nubes, es elegido por la escritora para sacar a la palestra a la guía turística que un día fue, y explicar al lector que el hecho de que la montaña diera la impresión de que estaba suspendida en un blanco luminoso de algodón fue lo que provoco que los maoríes llamarán Aotearoa (La tierra de la gran nube blanca) a la isla en la que en 1972 nació "El guía del desfiladero" que, acompañado por un androide casi tan humano como él, luchara contra los criminales que pertUrban la tranquilidad de los habitantes de Los Ángeles, y que si algún se propone escalar Der Zauberberg puede tener la certeza de que conquistara la cima de esa mágica montaña gracias a que DOOMina la compleja gramática de la lengua materna de “Los Buddenbrook” y el par de gerMannos que lo engendraron en Te Whanganui-a-Tara, la ciudad neozelandesa en la que los culpables de que viera la luz del sol el que cabalgo bajo la “Luna comanche” buscaron la prosperidad que les negó La Vieja Europa, esa buena señora cuya piel esta cubierta con las cientos de cicatrices que le dejaron las batallas que sobre ella se libraron, y entre las que cabe destacar aquella durante la cual La Grande Armée a las ordenes del general Napoleón Bonaparte fue vencida por la fuerza multinacional a la que comandaba el Duque de Wellington.


Finalizada la larga y agotadora travesía en barco, para las seis niñas llegadas del país donde reino Ricardo III, la primera y agradable sorpresa llegará gracias a la visión del río Avon, y es que – tal como nos indica nuestra guía - las que hasta la fecha solo habían visto las turbias y malolientes aguas del Támesis, caerán prisioneras del éxtasis al ver que pueden ver reflejados sus rostros en la superficie de la cristalina lengua de agua cuyo nombre es un homenaje a la ciudad natal de William Shakespeare.


Por desgracia para “las protegidas de Helen” esta última no podrá evitar que todas y cada una de ellas afronten solas su destino, un destino que las abrirá las puertas de las casas de los inmigrantes ingleses instalados en la isla, y que, por desgracia para ellas, mas pronto que tarde las obligaran a trabajar muy duro para ganarse su sustento.

Sin lugar a dudas, algunos de los momentos más tristes de la novela llegan con la llegada de los dueños y señores de las seis niñas, gracias al “proceso de selección” llevado a cabo por estos últimos seremos testigos de la escena durante la cual los corazones de las gemelas Laurie y Mary son encadenados al dolor con una serie de eslabones forjados por la tristeza provocada por su separación forzosa, la cual arrancara de sus ojos un torrente de lagrimas que no podrán contener las explicaciones dadas por esos adultos que para justificar tamaña tragedia apelan a los designios de Dios.



En medio del griterío, Mary y Laurie se mantenían abrazadas y sollozando mientras una mujer robusta intentaba separarlas. Un individuo de hombros anchos, pero de actitud pacífica estaba de pie al lado, impotente. También Dorothy parecía indecisa respecto a si debía actuar o limitarse a suplicar y rogar.




Cuanto antes separen a las niñas, mejor. Así que callad de una vez, Laurie y Mary. Dios os ha traído a las dos juntas a este país, una muestra de clemencia por su parte, también podría haber elegido a una y dejado a la otra en Inglaterra. Pero ahora os guía por senderos distintos. No es una separación para siempre, os reuniréis de nuevo en la misa del domingo o en las grandes festividades de la iglesia. Dios os tiene en Su pensamiento y sabe lo que se hace. Nosotros nos sentimos en la obligación de seguir su mandato.


La entrada en escena de un tal Morrisón, uno de esos tipos que hoy en día formaría parte de la despreciable escoria humana que sacia sus depravados instintos intercambiando archivos en los que niños pequeños son explotados sexualmente, da lugar a un momento en el que se dan cita lo peor y lo mejor del ser humano, mientras que el cerdo de dos patas citado anteriormente pone rostro a los pedófilos, el instante en el que Daphne se sacrifica para que Dorothy no sea mancillada nos conmueve, y nos alivia ante tanta inmundicia:



Daphne había seguido la escena con expresión impasible hasta entonces. Sabía con exactitud lo que le esperaba a Dorothy, pues había vivido tiempo suficiente en la calle (y sobrevivido), para saber con más precisión que Helen y Gwyn lo que la mirada de Morrison revelaba. Hombres como ése no podían permitirse ninguna sirvienta en Londres. Pero para eso encontraban a niños suficientes en las orillas del Támesis que por un mendrugo de pan lo hacían todo. Como Daphne. Sabía perfectamente cómo evadirse del miedo, el dolor y la vergüenza, cómo separar la mente del cuerpo cuando un hombre repugnante como ése quería «jugar» un rato. Era fuerte. Pero Dorothy se desmoronaría.


El choque cultural que tiene lugar tras las cuatro paredes de la lujosa mansión sita en Kiward Station, y en el que están implicados los mundos a los que – respectivamente - pertenecen Gwyneira y las mujeres maoríes que forman parte del servicio domestico son la herramienta elegida por la autora para dar fe de cómo las del mismo sexo tienen una visión muy distinta de todo lo relacionado con el sexo.



¿Viene, Miss Gwyn? — preguntó con amabilidad Kiri, aunque con tono algo preocupado —. Tengo que ayudarla, pero también hacer té y servir. Moana no es buena con el té, mejor nosotras preparadas antes de que ella romper las tazas.




Gwyneira rio. Esto se lo podía perdonar del todo a Moana.




— Esta vez, yo misma serviré el té — le explicó a la sorprendida muchacha —. Es una vieja costumbre inglesa. Es una de las aptitudes inexcusables para casarse.
Kiri se la quedó mirando con el ceño fruncido.




— ¿Ustedes preparadas para el hombre cuando hacer té? Para nosotras importante la primera sangre del mes...




Gwyneira se ruborizó al momento. ¿Cómo podía hablar Kiri con tanta franqueza de algo que no podía ni mentarse? Por otra parte, Gwyneira agradecía cualquier información. Tener la menstruación era una condición previa para casarse, también eso era válido en su cultura. La joven todavía recordaba con exactitud cómo su madre había suspirado cuando le llegó el momento a Gwyneira. «Ay, hija mía, le había dicho, ahora también tú sufres esta condena. Tendremos que buscarte un esposo.»


Si hace años al dueño de la biblioteca formada por novelas que narran las hazañas bélicas de soldados que se sienten bien entre la guerra, la sangre, la muerte y el dolor le hubieran pedido que definiera la obra literaria hoy reseñada, debido en buena medida a los prejuicios que llenaban su petate, habría dicho que seria una de esas cursiladas protagonizadas por señoritas ataviadas con vestiditos de colar rosa, y cuyo corazón pretendía conquistar un guapito de cara muy educado que después de cientos paginas, tras el pertinente galanteo lleno de bonitas palabras, conseguiría conocerlas en el sentido bíblico sobre una cómoda y perfumada cama de rosas.



Leído lo leído, tengo que confesar que quede como un cretino por culpa de la osada ignorancia que dio lugar a que en mi mente tuviera lugar esa acumulación de lugares comunes, y es que, llegada la hora de retratar el primer encuentro sexual entre Helen y Howard, la autora evita en todo momento endulzar lo que para la mencionada joven se convierte en un momento muy desagradable y doloroso.



Helen apenas se atrevía a tomar aire, mientras que Howard respiraba cada vez más deprisa hasta empezar a jadear. Helen se preguntaba si eso era normal y se llevó un susto de muerte cuando él le arremangó el vestido.




Tal vez un lecho más cómodo hubiera resultado menos doloroso. Pero, por otra parte, un entorno más íntimo habría empeorado el asunto. Así la situación tenía algo de irreal. No se veía nada en absoluto y las mantas, al igual que las voluminosas faldas de Helen, que ahora llevaba subidas hasta las caderas, le impedían al menos la vista de lo que Howard estaba haciendo con ella. ¡Ya era lo suficiente terrible sentirlo! Su esposo le metió algo entre las piernas, algo duro, animado y vivo. Era horrible y asqueroso, y además dolía. Helen gritó cuando algo en su interior pareció desgarrarse. Notó que sangraba, lo que no impidió que Howard siguiera atormentándola. Parecía poseído, gemía y se movía rítmicamente dentro y fuera, casi parecía disfrutar con ello. Helen tuvo que apretar los dientes para no gritar de dolor. Al final sintió una oleada de humedad caliente y segundos después Howard pareció desmoronarse sobre ella. Ya había pasado. Su esposo se echó a un lado. Su respiración, todavía agitada, pronto se calmó. Helen emitió un leve suspiro mientras se arreglaba las faldas.




— La próxima vez no te hará tanto daño — la consoló Howard, besándole torpemente la mejilla. Parecía estar satisfecho con ella. Helen se esforzó por no apartarse de él. Howard tenía el derecho de hacer lo que había hecho con ella. Era su esposo.


Consciente de que la relación con su esposo no le enseñara el significado de la felicidad, Helen buscará a este último en las clases que imparte a los niños maoríes, los cuales, a su manera, y sin recurrir a libros extraños como los escritos por los hombres blancos, le enseñarán cosas propias de cultura, y, con la inocencia propia de la infancia, darán su opinión sobre los que estaban empeñados en que se alejaran de sus dioses paganas, y, con las rodillas hincadas en tierra, se postrasen ante Dios.



Rongo la había llevado una vez al poblado y todos habían sido muy amables. Pero sólo los hombres, que a menudo trabajaban con Howard o que se encargaban de conducir los rebaños a los pastos o de recogerlos, balbucían algunas palabras en inglés. Los niños lo habían aprendido de sus padres y entretanto un matrimonio de misioneros había hecho una breve aparición en el pueblo.




— Pero ellos no amables — explicó Reti —. Siempre mover dedo y decir: «¡Uy, uy, pecado, pecado!» ¿Qué es pecado, Miss Helen?




Helen amplió a partir de entonces los contenidos de las clases y leyó primero la Biblia en inglés. Al hacerlo, se le plantearon unos extraños problemas. La historia de la creación, por ejemplo, confundió profundamente a los niños.




— ¡No, no, lo otro! — dijo Rongo, cuya abuela era una respetada contadora de historias—. Primero estaban papatuanuku, la tierra, y ranginui, el cielo. Y se querían tanto que no querer separarse. ¿Comprende? —Rongo hizo un gesto entonces tan obsceno que a Helen se le heló la sangre en las venas. De todos modos la ingenuidad del chico era total—. Pero niños de los dos querían que en el mundo haber pájaros y peces y nubes y luna y todo. Por eso separarse. Y papa llora y llora y salen los ríos y el mar y el lago. Pero un día deja de llorar. Rangi siempre llorar, casi cada día...




Las lágrimas de rangi, así lo había contado en una ocasión anterior Rongo, caían del cielo en forma de lluvia.


La frialdad que caracteriza al matrimonio formado por Lucas y Gwyneira será la culpable de que, llegada la hora de compartir el lecho marital, los pocos milímetros de separación que hay entre sus cuerpos sean para ellos una distancia tan grande como la que hay entre Nueva Zelanda y Australia, país este último en el que aprendió el oficio de trasquilador James McKenzie, un auténtico Highlander que sabe mas de ovejas que de espadas largas, y gracias al cual la princesita galesa se enterara de que es totalmente injusto que “peligroso criminal” sea el calificativo de todos los que viven en esa isla.



Y no todos los convictos son criminales peligrosos. Ahí ha acabado algún pobre tipo que ha robado un pan para sus hijos. O los irlandeses que se alzaron contra la Corona. Solían ser hombres muy decentes. Hay canallas por todas partes y, yo por mi parte, no he conocido en Australia más que en otras partes de la Tierra.


Precisamente ese rudo hombre cuyo trabajo contribuye al incremento de la riqueza de Gerald Warden será el que enriquecerá la existencia de la mencionada dama, y es que, gracias a él, su corazón y su cuerpo caerán prisioneros de sensaciones que la relación con su esposo fue incapaz de liberar.



Él le tendió la mano para ayudarla a bajar del pescante y Gwyn se preguntó por qué ese contacto despertaba la misma sensación que sólo experimentaba cuando se acariciaba en secreto.


Con una prosa exquisita, alejada de lo chabacano y barnizada con una buena capa de delicadeza y buen gusto, la autora da el parte de guerra de los combates cuerpo a cuerpo que, tras liberar la parte animal que todos llevamos dentro, Gwyneira y James libran en la naturaleza salvaje:



Cuanto más estaba con James, más aprendía Gwyneira a disfrutar del amor físico. Al principio era dulce y tierno, pero cuando percibía que la pasión nacía en Gwyn disfrutaba jugando con la tigresa que al final se le había despertado. A Gwyneira siempre le habían gustado los juegos apasionados y ahora le encantaba cuando James se movía deprisa en su interior y hacía que esa danza íntima entre los dos se convirtiera en un crescendo de pasión. Con cada nuevo encuentro, arrojaba por la borda sus reparos respecto al tema de la decencia.


La historia de amor imposible protagonizada por ambos personajes, como no podía ser de otra manera, tendrá un infeliz final que, por desgracia para la sección femenina de la pareja, no será tan pacifico y elegante como los de las novelas románticas firmadas por Edward George Earl Bulwer-Lytton (1803 – 1873), el reputado escritor inglés que fue testigo de "Los últimos días de Pompeya", y que acuño la famosa frase: La pluma es más fuerte que la espada.




— Gwyneira, yo te amo, desde la primera vez que te vi. Es sencillo..., pasa de la misma forma que cae la lluvia o brilla el sol. No se puede evitar.




— Uno puede protegerse de la lluvia — susurró Gwyneira —. Y buscar la sombra cuando brilla el sol. No puedo evitar la lluvia y el calor, pero no hay por qué mojarse o quemarse. James la atrajo hacia sí.




— Gwyneira, tú también me amas. Ven conmigo. Nos vamos de aquí y empezamos de nuevo en otro lugar...




— ¿Y adónde vamos, James? — preguntó sarcástica para no parecer desesperada —. ¿En qué granja de ovejas vas a trabajar cuando se sepa que has secuestrado a la esposa de Lucas Warden? Toda la isla Sur conoce a los Warden. ¿Crees que Gerald te dejará salir adelante?




— ¿Estás casada con Gerald o con Lucas? Y da igual con quién de los dos. ¡Conmigo no podrán ni el uno ni el otro! — James apretó los puños.




— ¿Ah, no? ¿Y en qué disciplina pretendes batirte con ellos? ¿A puñetazos o a tiros? ¿Y luego huimos a la naturaleza virgen y vivimos de nueces y bayas?




Después del nacimiento de Fleurette, Gwyneira había tardado meses en superar el dolor de la añoranza y la desesperación que la paralizaba cada vez que veía o tocaba a su amante. No siempre podía evitar esto último, pues hubiera parecido extraño que James dejara de tenderle la mano de repente para ayudarla a bajar del carro o que hubiera dejado de recogerle la silla una vez que ella hubiera llevado a Igraine al establo. En cuanto sus dedos se rozaban se producía una explosión de amor y de reconocimiento que apagaba el continuo «nunca más, nunca más» que casi hacía estallar la cabeza de Gwyneira.


Tal como queda patente en este último extracto de la novela, bien se puede afirmar que el vinculo sentimental que une a los protagonistas de tan trágica historia de amor es tan fuerte como el amaranto, hierba esta que pertenece a la familia Amaranthaceae, y que, dado que se caracteriza por tener una capacidad de resistencia al frío que justifica la razón por la cual los griegos la llaman ἀμάραντος (la que no se marchita), podría sobrevivir sin problemas en las húmedas tierras de la isla británica de la que, desde hace 700 años, es símbolo nacional la flor que germina en el nombre y en el escudo de armas de La Antiquísima y Nobilísima Orden del Cardo, y que fue protagonista involuntaria de aquella lejana noche durante la cual, según la leyenda, los habitantes de una aldea escocesa consiguieron salvar sus vidas gracias a que los invasores daneses que querían masacrarlos con nocturnidad y alevosía perdieron el factor sorpresa cuando de la garganta de uno de ellos salieron los gritos de dolor que no pudo reprimir cuando en la carne de sus pies desnudos penetraron las espinas de un miembro de la familia de las Asteraceae.




Los graves problemas a los que se enfrentaron los hombres que intentaron labrarse un futuro mejor en las duras tierras de Nueva Zelanda quedan perfectamente definidos gracias a Peter Brewster:



Ah, es un círculo vicioso —suspiró Brewster, ofreciéndole un cigarro—. O bien la granja es demasiado pequeña o el terreno demasiado pobre para una cantidad tan grande de animales. Pero una menor cantidad no da lo suficiente para vivir, así que se aumenta para ver si hay suerte. En los años buenos la hierba es suficiente, pero en los malos se agota el forraje para el invierno. Hay que comprarlo..., y para ello, una vez más, no hay dinero suficiente. O bien se lleva a los animales a la montaña con la esperanza de que no vuelva a nevar.


A medida que vamos devorando paginas vamos tomando conciencia de que, aunque son furibundos enemigos y serían incapaces de estar en la misma habitación sin intentar matarse uno al otro, el desprecio que Gerald y Howard sienten por sus hijos es el mismo, mientras que el primero se avergüenza de Lucas por ser incapaz de montar a Gwyneira y dejarla preñada como haría un hombre de verdad, el segundo de ellos se avergüenza de ese niño cuya delicadeza es incompatible con la dureza que exige trabajar en una granja.



Howard apenas si podía esperar a que el chico creciera y se hiciera «útil», si bien ya ahora se notaba que Ruben también se adaptaría poco al trabajo de la granja. Por su aspecto, el niño tenía algún parecido con Howard: era alto, con un cabello oscuro y ondulado, y no cabía duda de que sería un hombre fuerte. Los ojos grises y soñadores eran, sin embargo, de su madre, y la naturaleza de Ruben tampoco respondía a la dureza del negocio de la granja. El niño era el orgullo de Helen: amable, educado y de trato agradable, además de muy inteligente. Con cinco años ya sabía leer bien y devoraba mamotretos como Robin Hood e Ivanhoe. En la escuela se quedaban pasmados cuando resolvía problemas matemáticos propios de niños de doce y trece años, y, como era natural, hablaba el maorí con fluidez. No obstante, los trabajos manuales no eran lo suyo, incluso la pequeña Fleur era más habilidosa haciendo flechas para el recién construido arco para jugar a Robin Hood y dispararlas con él.


El notable incremento que la riqueza de los países colonizadores experimento gracias en buena medida a la explotación de los pueblos que por ellos han sido colonizados también es puesto en tala de juicio por la autora de la novela hoy reseñada.



Sigue dirigiendo su despacho en Greenwood Enterprises. La compañía crece y se expande. La reina apoya el comercio exterior y se amasan enormes fortunas en las colonias, con frecuencia a costa de los indígenas. He visto cosas... Sus maoríes deberían alegrarse de que tanto los inmigrantes blancos como ellos mismos sean pacíficos. Pero ni mi padre ni yo podemos cambiar la situación: también nosotros nos aprovechamos de la explotación de estos países. Y en Inglaterra mismo florece la industrialización, aun cuando con abusos que me gustan tan poco como el maltrato en ultramar. Las condiciones de trabajo son horribles en algunas fábricas. Pensándolo bien, ningún otro lugar me ha gustado tanto como Nueva Zelanda. Pero me estoy yendo por las ramas...


El despreciable trato que Gerald dispensa a su nuera se hace publico y notorio durante la noche en la que esta última es atacada por el que presume de ser un señor y no se diferencia en nada de los desgraciados que llenan las tabernas en las que se sirve un whisky tan fuerte como aquel gracias al cual él, desde la mañana a la noche, tiene serios problemas para mantenerse erguido:



Así que la perra ha parido de nuevo —gruñó—. Y otra vez sin dificultades, ¿no? ¡Si la señora aprendiera algo de eso! ¡Qué deprisa lo hace el ganado! En celo, montada, ¡crías! ¿Qué es lo que no te funciona, princesita mía? No estás en celo, o...




—Padre, queremos comer ahora —interrumpió Lucas, como siempre con palabras corteses—. Por favor, tranquilízate y no ofendas a Gwyneira. No puede hacer nada en contra de esto.




—Entonces eres tú... ¡el perfecto gentleman!


Sin lugar a dudas, una de las razones por las cuales Christiane Gohl – si tuviera que elegir entre Othar y Atila – optaría por pasar sus días junto al tarpán sobre el cual cabalgo el que se autoproclamo El Rey de Los Hunos es que – a diferencia de los congeneres de "El azote de Dios" al que los alemanes llamaban Etzel y los húngaros Ethele, y por culpa del cual la hierba no volvió a crecer en las praderas europeas en las que sembró muerte y destrucción con la inestimable ayuda de las bárbaras hordas por él acaudilladas – el Equus ferus ferus no cometería actos tan brutales como el que, por cortesía de Gerald Warden, helaría la sangre al más templado.


Y es que la dama que conoció las dulces caricias con las que un hombre enamorado es capaz de cubrir a su amada, para su desgracia, conocerá también la brutalidad gracias a la que un hombre convertido en bestia consigue que ese acto destinado a dar placer se convierta en una atroz tortura para la mujer:



Gwyneira gimió cuando le desgarró el vestido, le rompió la ropa interior de seda y la penetró de forma brutal. Olía a whisky, sudor y a la salsa del asado que se había derramado en su camisa, y Gwyneira se sintió invadida por el asco. Vio odio y triunfo en los ardientes y malvados ojos de Gerald. La sostuvo con una mano por debajo, le frotó con la otra los pechos y la besó ansioso en el cuello. Ella le mordió e intentó rechazar la lengua del hombre en su boca. Tras el primer shock empezó a luchar y quejarse con tal desespero que él tuvo que agarrarla por las dos manos para mantenerla quieta. Pero seguía penetrándola y apenas si podía soportar los dolores. Ahora sabía por fin a qué se refería Helen, y se aferró a las palabras de su amiga: «Al menos se acaba pronto...»




Gwyneira, desesperada, se quedó quieta. Oyó los tambores del exterior, los ladridos histéricos de Cleo. Esperaba que no intentase saltar por la mitad abierta de la puerta. Gwyn se obligó a tranquilizarse. En algún momento acabaría....


Ese bonito momento en el que del vientre de una mujer sale el bendito fruto que ha germinado en él, se convierte en algo de infausto recuerdo para ella cuando el que planta la semilla se olvida del cariño y usa única y exclusivamente la violencia.



Tal como Rongo Rongo había anunciado, el nacimiento no transcurrió tan exento de complicaciones como el de Fleurette. Era evidente que el niño era más grande y Gwyneira obraba a disgusto. En el caso de Fleurette había anhelado la llegada, prestado atención a cada una de las palabras de la comadrona y se había esforzado por ser una madre por excelencia. Ahora se limitaba a soportarlo todo con apatía, a veces aguantaba los dolores con estoicismo, otras veces protestando. La perseguían los recuerdos de los dolores con que ese niño había sido concebido. Volvía a sentir el peso de Gerald encima, a oler su sudor. Entre los dolores vomitó varias veces, se sintió débil y apaleada, y gritó al final de cólera y dolor. Al terminar estaba totalmente agotada y sólo quería morir. O mejor aún, que muriese ese ser que se aferraba a su vientre como un pernicioso parásito.


Aunque tiene un papel secundario en la trama, bien merece ser destacado ese personaje llamado Lucas Warden, un hombre sensible al que le hubiera gustado amar a Gwyneira, y que ha crecido atormentado por los desprecios de su padre y de aquellos que no lo consideraban un hombre de verdad.

Debido en buena medida a esto último, con la firme intención de demostrar que es un «auténtico hombre», tras poner tierra de por medio entre él y Kiward Station, acabará en la costa Oeste, El Dorado de los «hombres duros» que con orgullo se autodenominan coasters, y que ganan su sustento primero con la pesca de ballenas y la caza de focas y, más recientemente, también buscando oro.

Será allí donde el que ese tipo duro que es James McKenzie definió como “Un ser bueno, aunque vulnerable, nacido en el tiempo y el lugar equivocados”, descubrirá junto a los coasters el alto precio que un hombre debe pagar para que no se ponga en tela de juicio su virilidad.



Lucas Warden levantó el garrote, pero no podía, sin más, hacer de tripas corazón y apalear con él el animalito que lo miraba confiado con sus grandes ojos de niño. Y eso sin contar con los lamentos de la foca madre que oía alrededor de él. Los hombres sólo iban en busca de las pieles especialmente blancas y valiosas de los cachorros. Se desplazaban por los bancos de focas donde las madres criaban a sus vástagos y mataban a los cachorros ante las miradas maternas. Las rocas de la bahía de Tauranga ya estaban teñidas de rojo a causa de la sangre y Lucas debía luchar para no vomitar. No podía entender cómo los hombres actuaban con tal falta de sensibilidad. El sufrimiento de los animales no parecía interesarles lo más mínimo; incluso bromeaban respecto a lo pacífica e ingenuamente que las focas esperaban a sus cazadores.


El que siendo niños, tras unas cuantas horas leyendo Moby Dick, deseo que rapidamente le creciera pelo en el pecho para que así le dejaran enrolarse en un barco ballenero como el capitaneado por aquel que Acabo siendo devorado por la ballena albina con cuya vida quería Acabar, gracias al fragmento en el que Lucas y sus compañeros de fatiga se encuentran frente a frente con una ejemplar de la familia de los cetáceos misticetos volvio a sentirse como si otra vez estuviera navegando los mares a bordo del Pequod.




Los hombres soltaron una ruidosa carcajada mientras Lucas todavía no podía considerar una presa de caza ese animal majestuoso, que se presentaba ante ellos sin el menor temor. Para Lucas era el primer encuentro con uno de los enormes mamíferos marítimos. El imponente cetáceo, casi tan grande como todo el Pretty Peg, surcaba elegantemente las aguas, parecía saltar de alegría en ellas y girar en el aire y voltear como un travieso caballo encabritado. ¿Cómo iban a matar a ese fabuloso animal? ¿Y por qué tenían interés en destrozar tal belleza? Lucas no se cansaba de observar la gracia y ligereza con que se mostraba la ballena pese a su imponente masa.


Con precisión de cirujano, la autora describe detalladamente la carnicería que comienza cuando una lluvia de arpones ha provocado que la ballena nunca más vuelva a ver brillar el sol:



La ballena flotaba inmóvil por fin en el agua. Lucas no sabía si realmente estaba muerta o totalmente extenuada, pero, en cualquier caso, los hombres lograron arrastrarla junto al barco. Y luego todo fue casi peor. Empezó la carnicería. Los hombres clavaron largos cuchillos en el vientre del animal para sacar la grasa, que de inmediato se recocía en el barco para convertirla en aceite. Lucas esperaba que la presa estuviera muerta cuando desgarraron los primeros trozos del cuerpo y los arrojaron a la cubierta. Minutos más tarde, los hombres caminaban entre la grasa y la sangre. Alguien abrió la cabeza del animal para sacar el codiciado blanco de ballena. Cooper había contado a Lucas que de ahí se obtenían velas y productos de limpieza y para el cuidado de la piel. Otros buscaban en el intestino del animal el todavía más preciado ámbar gris, un ingrediente básico de la industria del perfume. El hedor era terrible y Lucas se estremeció cuando recordó todos los perfumes que Gwyneira y él tenían en Kiward Station. Nunca había pensado que una porción de ellos se obtuviera de las entrañas pestilentes de un animal cruelmente sacrificado.


Lucas, rodeado de viriles y fornidos hombres, comprenderá la razón por la cual, al caer la noche, era incapaz de culminar el acto sexual con la dueña del cuerpo de mujer con el que en Kiward Station compartía su cama:



Lucas había leído los textos de los griegos y los romanos. Entonces, el cuerpo masculino había constituido el ideal de belleza por antonomasia; el amor entre hombres y adolescentes no era escandaloso siempre que no se forzara al niño. Lucas había admirado las imágenes de las esculturas que entonces se tallaban de los cuerpos varoniles. ¡Qué bellos habían sido! ¡Qué lisos, qué limpios y tentadores...! El mismo Lucas se había colocado ante el espejo y se había comparado a ellos, había adoptado las posturas que mostraban los adolescentes, había soñado con estar en brazos de un querido mentor. Pero no se parecía a ese ballenero que, en efecto, era amable y bondadoso, pero voluminoso y hediondo. No había la menor posibilidad de lavarse en el Pretty Peg. Los hombres deambularían por la cubierta sudados, sucios, embadurnados de sangre y grasa. Lucas evitó la mirada inquisitiva de Cooper.


El matrimonio bien avenido que forman la homosexualidad y la sensibilidad hace acto de presencia en uno de los párrafos más bellos del libro:



Cuando David lo irguió, el dolor era rabioso, pero pareció desaparecer de repente. Lucas no sentía nada más que el brazo del muchacho en torno a su cuerpo, su aliento y su hombro, sobre el que se inclinó. Olió su sudor, que le pareció más dulce que el jardín de rosas de Kiward Station, y oyó el sollozo que en ese momento David era incapaz de seguir reprimiendo. Lucas inclinó la cabeza hacia un lado y depositó un beso furtivo en el pecho de David. El joven no lo percibió, pero estrechó al moribundo más firmemente contra sí.


El lógico y comprensible miedo que Europa tiene a la descontrolada inmigración que llega desde África bien se podría decir que es similar al que era dueño y señor de los corazones de aquellos que tras haber contribuido a que Nueva Zelanda fuera conocida por su gran riqueza temían que esta última atrajera a buscavidas llegados de todos los rincones del mundo.



Sobre todo los ladrones de ganado..., éste también era un tema que desde hacía pocos años inquietaba a los granjeros de las llanuras de Canterbury. Mientras que apenas una década antes los neozelandeses eran famosos por no descender de presidiarios, como los australianos, sino por formar una sociedad de colonos honrados, estaban apareciendo ahora, allí también, delincuentes. En el fondo no era extraño, la elevada cantidad de ganado en granjas como Kiward Station y el aumento constante de la fortuna de su propietario despertaban la codicia. Sobre todo porque a los nuevos inmigrantes ya no les resultaba tan sencillo su ascenso social en esos días.


Llegado el final de la historia seremos testigos de cómo Helen dedicará sus esfuerzos a evitar que muchachas inglesas crucen el mar atraídas por cantos de sirena que, en demasiadas ocasiones, las llevarán a estrellar sus vidas contra los arrecifes de la decepción y la tristeza:



Sólo ven las pepitas de oro que hoy lleva en el bolsillo un hombre de rompe y rasga y ojos ardientes, pero no las miserables cabañas a las que llegarán al día siguiente cuando se vaya al próximo yacimiento de oro.


Aunque las bellas tierras de Nueva Zelanda dieran la impresión de que estaban viviendo en El Paraíso, serán muchos los colonos que allí descubran que en tan lejanos parajes también tienen cabida la tristeza y el dolor, sentimientos estos que, en cualquier parte del mundo, son mucho más soportables cuándo tenemos a alguien a nuestro lado que nos ofrece su hombro para que sobre él derramemos esas lagrimas que, más pronto que tarde, gracias a sus palabras de cariño se deshacen como en las aguas del inmenso océano Pacifico se deshacen las gotas de lluvia que en los días de tormenta descarga la gran nuble blanca.



Lo que tú quieras, Gwyn. Pero no te dejaré sola. Yo estaré ahí, también esta noche. Puedes llorar o hablar de tu hijo..., también debes de guardar buenos recuerdos. Alguna vez te habrás sentido orgullosa de él. Cuéntame cosas de Paul y Marama. O deja simplemente que te tenga entre mis brazos. No tienes por qué hablar si no lo deseas. Pero no estás sola.


En resumen, leído lo leído, el que esto escribe puede asegurar que todos aquellos que se dejen guiar por Sarah Lark, al Hakabar la travesía literaria durante la cual sus compañeros de viaje serán esos personajes que con razón han conquistado el corazón de millones de lectores y que protagonizan una conmovedora historia llena de momentos inolvidables, desearan dejar sus huellas en la tierra que esta bajo la gran nube blanca, y cuyo nombre en maori – Aoetearoa – salio por primera vez de labios de Kuramarotini, la mujer que con la red tejida por sus encantos capturo a Kupe, el hombre que – junto a ella y a los hombres que con sus fornidos brazos impulsaban hacia delante a la canoa de guerra a bordo de la cual iban – en el siglo X d.C. - llegaron hasta allí arrastrados por las fuertes corrientes marinas y persiguiendo al gigantesco pulpo que atemorizaba a los bancos de peces que habitaban en las aguas que bañaban las costas de ese “Paraíso Original” llamado Hawaiiki que tiempo atrás los había visto nacer a todos ellos.

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