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viernes, 27 de diciembre de 2013

Eine Wohnung in Bochum, sechs Gräber in München (Un apartamento en Bochum, seis tumbas en Munich)


Una de las mayores certezas que tienen todos aquellos que tienen un papel secundario en la película vital protagonizada por el que metido en el uniforme y la piel de uno de Los Soldados del Cielo capitaneados por “Solomon Kane” – dando fe del valor que caracterizaba al hijo adoptivo del que, al fin y a la postre, se convirtió en “El último mohicano” - “En el nombre del padre” del Hijo y del Espiritu Santo gustosamente lucharía contra “El ejército de las tinieblas” es que ganarle en el juego “Seis grados de separación” cinematográficos es más dificil que conseguir que sea “Frío como el acero” “El fuego de la venganza” que devoro el corazón de "El comedor de serpientes" al que encarno El rey de las camas.


Gracias a esa asombrosa capacidad que tengo para relacionar a actores entre si, y de la que fuerón testigos los sprovnianos que, a principios de Septiembre de 2010, se dierón cita tras las cuatro paredes de “La última casa a la izquierda” sita en Valdeteja (Valdelugueros, León) – valiéndome de la colada conseguida tras fundir las hojas de las espadas empuñadas por “Los señores del acero” – recientemente he forjado una cadena cuyos eslabones tienen las formas de la que puso su cuerpo al servicio de Lady Isabeau y Elvira Hancock, y que me ha permitido unir estrechamente al capitán Etienne Navarre con el narcotraficante Tony Montana.


Fue en 1983 cuando - ante la cámara del director que cuatro años después filmo las andanzas de la brigada policial que perseguío sin descanso a Al "Caracortada" CaponeAl Pacino dio vida a ese tipo que era dueño de una cara surcada por la cicatriz que le dejo el filo de una afilada navaja, y que, a bordo de una balsa, surco las noventa millas marinas que hay entre Cuba y Miami, la soleada ciudad del Estado de Florida en la que, gracias a su relación con el crimen organizado – a parte de ser testigo de la operación durante la cual las piernas de un amigo suyo fueron amputadas sin anestesia y con una motosierra – constato que “El precio del poder” se pagaba con el sufrimiento desgarrador que, en las escalinatas de la Casa de la Ópera de Sicilia, destrozo el corazón de Michael Corleone, el mafioso neoyorquino que, movido por su dudosa catadura moral, ejecuto u ordenar ejecutar buena parte de los repudiables crímenes que se cometen a lo largo de los 200 minutos que dura una alabada película que según la crítica deberíamos ver antes de dormir el sueño eterno, y que según un servidor es un potente somnífero.


Y es que, a pesar de estar protagonizada por el extraordinario actor que fue “Atrapado por su pasado” por culpa del cansancio físico y mental derivado del “Insomnio” cuyo “Origen” fue haber sido dirigido por el visionario director que resucito a “El caballero oscuro”, el visionado de la segunda parte de la trilogía de Francis Ford Coppola provoco que, sin oponer resistencia alguna, fuera atrapada por El Dios del Sueño la sección masculina de la pareja que durante cinco inolvidables meses cohabito tras las cuatro paredes del apartamento que estaba bajo el cielo sobre Bochum, y sobre una taberna en la que servían los esquisitos platos que contribuyen notablemente a que la gastronomía sea uno de los mayores atractivos del país en el que nacierón los antepasados de Mario Gianluigi Puzo, el escritor neoyorquino que creo a Vito Andolini, ese peligroso tipo que nos propuso un trato que no pudimos rechazar, y que en 1972 y 1974 - en las películas basadas en los guiones por los cuales, en 1973 y 1975, el Oscar al Mejor Guión acabo en manos del que, al igual que los tres hermanos Carboni, crecio entre los fogones de “La cocina del Infierno” - tuvo los rasgos faciales de “El rostro impenetrable” y del que con la furia de un “Toro salvaje” destrozo a puñetazos la cara de aquellos a los que se enfrento dentro del cuadrilatero delimitado por las dieciseis cuerdas.


Justo un año después del día de 2012 que siguio a la noche durante la cual Michael Myers sacio la furia asesina que en 1934 embargo a las enFührercidas bestiaSS pardaSS que, durante la denominada Die Nacht der langen Messer, maSAcrarón a los que amenazaban la estabilidad del Tercer Reich - con motivo del primer aniversario del comienzo de las maniobras militares que hasta 30 de Marzo de 2013 se realizarón bajo el espacio aereo del 1 A del edificio sito en el número de 98 de Nordring - la eleGante Infante de “Marina” que participo en ellas junto a este admirador de Los Tercios de Flandes provoco que este último – lectura mediante – acabará en «El lugar de los monjes» (München), allí donde, metidos en un traje de pino, estan enterrados seis criminales nazis a los que mato un tipo tan “Dificil de matar” como aquel para el cual nadie estaba “Por encima de la ley”, y que al caer la noche compartia su lecho con la asesina que, movida por su “Instinto básico”, apuñalaba a sus amantes con un picador de hielo (Eisbrecher) tan afilado como el empuñado por ese par de bavaros de Fürstenfeldbruck por los que el infierno debe esperar (Die Hölle muss warten) y gracias a los cuales, durante las horas que le robe al sueño para seguir el rastro de sangre dejado por el protagonista de la novela que, en 1967, Mario Gianluigi Puzo firmo con el seudonimo Mario Cleri, a volumen brutal penetro en mis oídos la lengua que hablaban las cajeras del Edeka Burkowski, el centro comercial sito en el numero 40 de Alleestrasse en el que compre las cervezas que remojaron el gaznate de Dicky, el perro cuyo nombre deriva del apellido del que cantante de heavy – metal que escribio “Las Aventuras de Lord Iffy Boatrace” y por el cual - al igual que por el juntaletras que firma esta sui generis reseña literaria - el cielo puede esperar.




Durante la lectura de las 168 páginas de la novela hoy reseñada, y que fue publicada dos años antes de que el mundo tuviera noticias de la vida y asesinatos de la familia cuyo patriarca nacio en Corleone (Sicilia, Italia) en 1891, el que esto escribe ha sido testigo de la cruzada vengativa llevada a cabo por un tipo que un día de 1945 debería haber muerto en Munich (Baviera, Alemania)…


Diez años después del día en el que el trozo de craneo que le arranco una bala disparada a cañon tocante fue sustituido por una placa de plata – dado que los médicos que se le colocarón no le prohibieron cometer asesinatos - Michael Rogan – teniendo presente que los mencionados salvadores con bata blanca le advirtierón que era muy peligroso para él beber licores fuertes, copular en exceso e incluso enojarse – da comienzo a la caceria humana que tiene por objetivo acabar con la vida de los siete hombres sin piedad que acabaron con la vida de su esposa, y que firmarón sus sentencias de muerte el día que – el miedo a ser capturados por las tropas aliadas – les impidio comprobar si él estaba realmente muerto…

Sin lugar a dudas, leído lo leído, no sería descabellado afirmar que si Michael Rogan y Steve Rogers se hubieran conocido siendo niños - gracias al vinculo que se crea entre los que sufren – se habrían convertido en grandes amigos, y es que el primero de ellos, durante los días en los que moro en El Paraiso Perdido que a veces es un infierno de mierda, dado su partícular comportamiento, por cortesia de los matones de su colegio, conocio la crueldad infantil que también sufrio en su debil cuerpo el que años después – experimento militar mediante – se convirtió en el musculoso y patriota capitán al que próximamente veremos enfrentarse a El Soldado de Invierno.


A los nueve años de edad, cuando los demás niños salían corriendo a la calle con guantes de béisbol o balones de fútbol americano, salía de casa con una cartera de piel auténtica que llevaba grabadas en letras doradas sus iniciales y sus señas. Dentro de la cartera, iba el texto del tema que estudiara aquella semana en concreto. Pocas veces necesitaba más de una semana para dominar un tema que normalmente requería un curso entero. Leía los textos una sola vez y ya se los sabía de memoria. Como es lógico, en el vecindario lo consideraban un bicho raro.

A raíz del estallido de la Segunda Guerra Mundial, Rogan, gracias a la mente privilegiada que durante tantos años alimento, tendrá la posibilidad unirse a los miles de hombres y mujeres que integrarón las filas del ejército de criptógrafos que – según muchos historiadores – el día que rompio el ENIGMAtico código de cifrado rotatorio empleado por los nazis provoco que dicho conflicto terminara al menos dos años antes de lo que lo hubiera hecho si no hubieran entrado en combate los que consiguierón tamaña proeza a base de horas y horas de arduo trabajo intelectual.


El capitán Alexander, algo sonriente, entregó a Rogan tres hojas de papel amarillo repletas de símbolos. Rogan reconoció aquella sonrisa: era la que esbozaban profesores y especialistas cuando creían haberlo puesto en un aprieto. Así pues, se esmeró al máximo para descifrar los símbolos, cosa que tardó tres horas en conseguir. Tan concentrado estaba en su tarea, que no se percató de la presencia de algunos oficiales que lo observaban con atención. Cuando hubo terminado, entregó las hojas de papel amarillo al capitán. Éste echó una rápida ojeada a la propuesta de Rogan y sin mediar palabra se la pasó al coronel, quien, tras haberla leído de arriba abajo, dijo en tono cortante al capitán: «Hágalo venir a mi despacho.»

A pesar de que el Servicio de Inteligencia del Ejercito de Estados Unidos recompensa muy bien la extraordinaria labor de Rogan, este último – avergonzado por contribuir al esfuerzo bélico a miles de kilómetros de la línea de fuego – toma la decisión de combatir sobre el terreno, allí donde la banda sonora de los días esta compuesta por el ruido y la furia de las balas vomitadas por el armamento Hergestellt in Deutschland (Hecho en Alemania), y no por el sonido que entraba en sus oídos cuando con sus dedos hundia las teclas de la SIGABA EMC.


Gracias a tan drastico cambio – a parte de comprobar como su padre y su madre discrepan seriamente sobre él – le permitirá ser compañero de armas de los miembros del SOE (Special Operations Executive), el Ejecutivo de Operaciones Especiales - formado por 9.800 hombres y 3,200 mujeres tan valeosas como "Charlotte Gray" - que, hasta el 15 de Enero de 1946, llevo a cabo peligrosas misiones de espionaje, sabotaje y reconocimiento militar en la Europa ocupada por la Alemania nazi, y que el 22 de Julio de 1940 fue creado por Edward Hugh John Neale Dalton, y el militar y politico que el 13 de Mayo de 1940 prometio "Sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor" a los compatriotas de los criptografos que con ayuda de máquinas TYPEX contribuyeron a que las Potencias Aliadas borrarán del mapa a los combatian al servicio de las Potencias del Eje.


Rogan era feliz. Por primera vez en su vida, hacía algo emocionante y trascendental. Su memoria, su cerebro increíblemente privilegiado, ayudaba a su país a ganar la guerra. En Washington, pudo elegir chicas a placer. Y enseguida fue ascendido. La vida le sonreía, pero en 1943 volvió a sentirse culpable. Le parecía que utilizaba su intelecto para eludir la primera línea de fuego y se ofreció voluntario para la sección de espionaje en el frente. Oferta rechazada: Rogan era demasiado valioso para poner su vida en peligro.

Entonces se le ocurrió la idea de hacer de centralita andante para coordinar la invasión de Francia desde el interior. Preparó el plan con todo detalle; era un plan brillante y el Estado Mayor lo aprobó. Así fue como el flamante capitán Rogan fue lanzado en paracaídas sobre Francia.

Rogan estaba orgulloso de sí mismo y sabía que su padre también lo habría estado. Sin embargo, su madre lloró a lágrima viva porque el chico arriesgaba su cerebro, aquel fabuloso órgano que ella había alimentado y cuidado durante tanto tiempo. Rogan hizo caso omiso. Consideraba que, hasta la fecha, no había hecho nada extraordinario con su cerebro. Quizá, terminada la guerra, descubriría su verdadera vocación y podría demostrar su talento. Pero había aprendido lo suficiente para saber que la inteligencia en bruto necesita años de arduo trabajo para desarrollarse por completo. Ya tendría tiempo después de la guerra. El día de Año Nuevo de 1944, el capitán Michael Rogan aterrizó en paracaídas sobre la Francia ocupada como oficial en jefe de las comunicaciones aliadas con la Resistencia francesa. Instruido con agentes británicos del SOE (Ejecutivo de Operaciones Especiales), había aprendido a manejar un transmisor-receptor y llevaba, quirúrgicamente implantada en la palma de la mano izquierda, una minúscula cápsula suicida.

En la localidad de Vitry – sur – Seine (sur de Paris), la casa de una familia francesa apellidada Charney – a parte de ser el cuarte general donde supervisa la red de espionaje encargada de preparar el terreno la inminente invasión de Europa – será el lugar donde Rogan conocerá a Christine, una chica dulce y piernilarga de pelo castaño.

Convertidos en marido y mujer, las tareas que como miembros de la Resistencia llevarón a cabo y que permitierón que fuera un éxito el desembarco que se llevo a cabo durante "El día más largo" (6 de Junio de 1944) serán las culpables de que ambos comprueben que eran ciertos los aterradores relatos sobre los brutales métodos de interrogatorio utilizados por las alimañas que vestían el uniforme de la GEheime STAatsPOlizei (Policía Secreta del Estado).


Mientras que actualmente, por cortesia del catalán de Santpedor que micciona Bleu de Chanel, el agradable olor a colonia cara llena los pabellones nasales de los habitantes de Munich, durante El Imperior del Terror – al igual que en el resto de Alemania – en la mencionada ciudad germana, el miedo era lo que se respiraba gracias al cuerpo policial que entre 1936 y 1942 dirigio el Obergruppenführer (Teniente General) Reinhard Heydrich, el inteligente y maquiavelico sajón de Halle del Saale que provoco que las malas lenguas germanas afirmaran "Himmlers Hirn heißt Heydrich" (el cerebro de Himmler se llama Heydrich), y que arrancaba a su violin bellas melodías que contrastaban con los alaridos de dolor que salían de las gargantas de los que eran victimas de esos sádicos y crueles métodos de tortura suyos por culpa de los cuales «Das blonde Biest» (La bestia rubia) fue como lo apodarón los integrantes de las SS (Schutzstaffel / Compañías de defensa) que estaban a su servicio, y que si el 27 de mayo de 1942 le hubieran cubierto las espaldas puede que hubierán evitado que tuviera éxito la Operación Antropoide, el atentado ejecutado por un par de miembros de la sección checa del SOE llamados Jan Kubiš y Jozef Gabčík, y durante el cual el también conocido como "El carnicero de Praga" sufrio las heridas que ocho días después le provocarón la muerte.


Seis semanas después de ser capturados, Michael Rogan y Christine Charney fueron llevados a Munich en distintos coches de la Gestapo. En la bulliciosa plaza principal de dicha ciudad, se hallaba el Palacio de Justicia y, dentro de éste, uno de los juzgados donde dio comienzo para Michael Rogan el interrogatorio final y el más terrible de a cuantos lo sometieron. Duró días y días, hasta que perdió la cuenta. Sin embargo, en los años que siguieron, su memoria prodigiosa no le ahorró ni un solo detalle; al contrario: le repitió segundo a segundo toda aquella agonía, una y otra vez. Rogan sufrió cientos de pesadillas diferentes. Empezaban siempre con los siete hombres que conformaban el equipo de interrogadores, que lo esperaban en la sala de techo alto del Palacio de Justicia muniqués: lo esperaban con paciencia y buen humor, pues lo que se disponían a hacer les resultaba placentero.

Cortar con una cizalla los dedos del prisionero hasta que este acceda a señalar con su dedo acusador a sus complices; provocar con estufas al máximo una lenta cocción de la cabeza del que posteriormente, disparo mediante, será un fiambre; reventar los muros de la fortaleza mental del detenido con chorros de agua hirviendo que, cada cinco segundos, sobre la cabeza del susodicho derramara una tetera; obligar al reo a que sobre un suelo cubierto con sal quedaran grabadas las huellas de las plantas de sus pies, las cuales estaban recorridas por los cortes que dejarón tras si los eslabones de las cadenas con las que previamente fueron golpeadas.


Aunque los metodos de tormento citados anteriormente, y que formaban parte del manual básico de los interrogadores de la GESTAPO, no fuerón utilizados por los captores de Rohan, este último, por mucho dolor que le hubieran provocado, seguramente los habría preferido a la cruel tortura psicologica con la que, al fin y a la postre, lograron quebrar su voluntad.

Durante los cinco días siguientes, les proporcionó viejas combinaciones de códigos ya descartadas. De algún modo, supieron que los estaba engañando; tal vez al compararlas con mensajes interceptados. Al día siguiente, lo sentaron en la silla y formaron un círculo a su alrededor. No le hicieron preguntas; no lo tocaron. El del uniforme italiano se fue a la sala contigua y, poco después, Rogan oyó chillar de nuevo a su esposa. El dolor que transmitía su voz era inenarrable. Rogan empezó a decir que hablaría, que les diría todo cuanto quisieran saber, pero el jefe del equipo meneó la cabeza. Permanecieron sentados en silencio mientras los gritos atravesaban las paredes, hasta que finalmente Rogan se dejó resbalar hasta el suelo, llorando acongojado, al borde del desmayo. Entonces lo arrastraron por el suelo hasta la sala contigua, donde el interrogador del uniforme italiano se hallaba sentado junto a un fonógrafo. El disco negro de vinilo reproducía los gritos de Christine, que podían oírse por todo el Palacio de Justicia.

Dado que son pocos – por no de ninguno – los que han sobrevivido a un disparo a bocajarro, tiene un gran valor didactico ese extracto de la novela en la que Rogan explica lo que sintio cuando sintio en su nuca el frío cañón metálico de la pistola con la que uno de sus captores pretendia conseguir que, en El Reino de Los Muertos, el susodicho se reuniera con su esposa.


Pero, de repente, Rogan supo que aquel hombre mentía. Algo no encajaba. Sólo seis de los hombres estaban allí con él, y los vio intercambiar sonrisas secretas, perversas. Entonces notó en la nuca el contacto frío y metálico de una pistola. Su sombrero se inclinó hacia delante cuando el cañón del arma empujó el ala del mismo por detrás, y Rogan sintió el terror de quien sabe que está a punto de ser ejecutado.

Todo había sido una farsa e iban a matarlo como a un animal, como si de una broma se tratara. En ese momento, un tremendo rugido invadió su cerebro; parecía que se hubiera sumergido bajo el agua, y que su cuerpo fuera arrancado del espacio que ocupaba para explotar en un negro vacío sin fin...

Aunque ante los golpes de La Vida lo más recomendable es apretar los dientes y seguir hacia delante repitiendo sin cesar “El tiempo lo cura todo”, lo cierto es que el lector – leido lo leido sobre lo vivido por Rohan – comprende perfectamente que la parte de Rohan que sigue encerrada tras los muros del Palacio de Justicia de Munich necesite quitarles la vida a los que le despojarón de su dignidad y acabaron con la vida de la mujer a la que amaba.

Rogan pasó los diez años siguientes ciñéndose a esas instrucciones, tomando la medicación, yendo cada mes a hacerse un chequeo. Pero su perdición fue, precisamente, aquella mágica memoria suya. Por la noche, al acostarse, era como si le pasaran una película. Veía con todo detalle a los siete hombres en la sala alta del Palacio de Justicia de Munich. Sentía cómo le empujaban el sombrero hacia delante, el frío tacto del arma en la nuca. Luego, el rugiente y negro vacío se lo tragaba entero.

Y, cuando cerraba los ojos, oía los atroces gritos de Christine que venían de la sala contigua.

En el Palacio de Justicia muniqués lo habían despojado de su dignidad. Le habían hecho lo que los chavales quisieron hacerle cuando tenía trece años, el equivalente rudo y adulto de quitarle los pantalones y colgarlos de una farola. Habían echado laxantes a su comida, lo cual, sumado al miedo y a eso que ellos llamaban «gachas de avena» por la mañana y guiso por la noche, le había revuelto los intestinos; expulsaba lo que comía al momento, sin haberlo digerido. Cuando cada día lo sacaban de la celda para interrogarlo ante la mesa larga, notaba que los fondillos del pantalón se le pegaban al trasero. Apestaba. Sin embargo, lo peor de todo era ver las crueles sonrisitas en sus interrogadores. Sentía la vergüenza de un niño pequeño. Y no sabía por qué, pero aquello hacía que se sintiera más próximo a los siete hombres que se deleitaban en torturarlo.

Durante el transcurso de La Cruzada Vengadora llevada a cabo por el protagonista de la novela aquí reseñada, todos aquellos que se dejen seducir por esta última tendran la oportunidad de recorrer La Vieja Europa siguiendo el mapa del dolor que indica los lugares en los que, entre lo poco que se salvo de la destrucción, millones de personas tratan de reconstruir su vida mientras esperan y desean que algún día cicatricen las heridas fisicas y psicologicas que dejo tras de si la Segunda Guerra Mundial; y es que, tal como dijo Platón, verios siglos antes de que tuviera lugar tan atroz conflicto: Solo los muertos han visto el final de la guerra.


Años antes de que, en el corazón de las tinieblas apocalipticas que cubrierón Vietnam, el Coronel Kurtz conociese a El Horror, el rostro de este último se reflejo en los ojos de Damiel y Cassiel, ese par de angeles que vieron como desde “El cielo sobre Berlin”, por cortesia de la impia aviación aliada, cayeron miles de bombas que, con El Fuego de El Infierno que albergaban en su interior, provocaron que miles de personas inocentes expiraran su último aliento bajo las toneladas de piedra que segundos antes habían formado parte de la estructura de las casas en las que rezaban para que terminará pronto ese conflicto bélico del que, al fin y a la postre, y utilizando la hipocrita nomenclatura bélica actual, acabarón siendo “daños colaterales”.


La gran ciudad había cambiado mucho. Las autoridades de Berlín occidental habían renunciado a retirar los setenta millones de toneladas de ruinas generadas por los bombardeos aliados durante la guerra. Los escombros habían sido arrumbados hasta formar colinas artificiales, en las que después se habían plantado flores y pequeños arbustos. Parte de aquellos escombros habían servido para rellenar los cimientos de altísimos bloques de pisos construidos al más moderno estilo arquitectónico. Berlín se había convertido en una descomunal ratonera de piedra y acero, una ratonera en la que de noche afloraban los más perniciosos nidos de vicio de toda la Europa de posguerra.

Mario Puzo – a parte plasmar los dañinos sentimientos que devoran a La Victima – también da voz a La Conciencia que golpea a la puerta tras la cual se esconde la alimaña que llevaban dentro Albert Moltke y Klaus von Osteen.

Albert Moltke: Sí, el Partei y su querida Ursula lo habían respaldado cuando le habían sido imputados crímenes de guerra. Y, una vez absuelto, el proceso mismo resultó ser su mayor golpe de suerte. Había ganado unas elecciones municipales y su futuro político, por modesto que fuera, estaba asegurado. Llevaría una vida placentera. Pero luego, como le solía ocurrir, cavilaba: ¿y si el Partei o Ursula descubrieran que los cargos de los que se le acusaba eran ciertos? ¿Seguiría amándolo su mujer? ¿Lo abandonaría si llegase a averiguar la verdad? No, Ursula jamás le creería capaz de semejantes crímenes, por más pruebas que hubiese en su contra. Ni él mismo podía creerlo. Por aquel entonces, era otro hombre: más duro, más frío, más fuerte. Y sin embargo... ¿cómo podía ser? A veces, cuando acostaba a sus dos hijos pequeños, sus manos dudaban en el acto de tocarlos. Aquellas manos suyas no podían tocar tanta inocencia. Pero el jurado había sido unánime. Lo había absuelto tras sopesar todas las pruebas, y no podían juzgarlo otra vez por el mismo delito. Según la ley, Albert Moltke era inocente, por siempre jamás. Y sin embargo... y sin embargo...

Klaus von Osteen: ¿Cómo iba a explicar a nadie que, como oficial del Estado Mayor, como aristócrata y alemán, había acabado identificándose con la degradación y el deshonor de su país? Y así como un hombre casado con una mujer alcohólica decide darse a la bebida para demostrarle su amor, también él se había convertido en un torturador y un asesino para continuar siendo alemán. Pero ¿acaso era tan simple como eso?

En los años posteriores a la guerra, había sabido disfrutar de la vida, siempre sin forzar las cosas, de manera natural. Como magistrado, había sido humanitario y nunca cruel. Había dejado atrás el ominoso pasado. Todos los archivos del Palacio de Justicia muniqués habían sido destruidos a conciencia y, hasta hacía apenas unas semanas, no había sentido grandes remordimientos por sus atrocidades durante la guerra.

¿Cuál era la verdad? ¿Por qué había torturado a Rogan y lo había hecho asesinar? ¿Por qué había grabado los gritos de la joven que murió dando a luz? ¿Y por qué al final había traicionado al preso, haciéndole abrigar esperanzas de que saldría con vida, haciéndole creer que su esposa seguía viva?

Si tuvieramos que comparar al vengador literario con algún vengador cinematografico, sin lugar a dudas, y salvando las distancias temporales, el elegido sería Josey Wales. Y es que - al igual que le sucedió a “El fuera de la ley” mencionado anteriormente mientras vengaba a su mujer y a su hijo acribillando a balazos a El Botas Rojas que ordeno que ambos fueran asesinados – el recuerdo de los alaridos de dolor salidos de los labios de Christine fue lo que excito los musculos del dedo con el que Michael Rogan apretado el gatillo de la pistola con la que friamente y por motivos personales ejecuto a Albert Moltke en un callejón de Viena.


Moltke estaba aterrorizado. Echó a correr torpemente por el callejón; pero Rogan lo alcanzó sin dificultad, corriendo a su lado como si estuvieran entrenando.

Acercándose al costado izquierdo del austríaco, Rogan desenfundó la Walther que llevaba en la sobaquera y, sin dejar de correr, ajustó el silenciador al cañón. No sintió lástima; no había piedad. Tenía los pecados de Moltke grabados en el cerebro; su memoria los había reproducido miles de veces. Era Moltke quien sonreía cuando Christine gritaba de dolor en la sala contigua, y Moltke el que había murmurado: «Vamos, no te hagas el héroe a costa de ella. ¿Es que no quieres que nazca tu hijo?»

Tan persuasivo, tan razonable... cuando sabía que Christine ya estaba muerta. Moltke era el menos importante del grupo, pero los recuerdos que guardaba de él debían morir. Rogan le descerrajó dos disparos en las costillas; Moltke cayó de bruces y patinó por el suelo.

Los gritos con los que Los Demonios & Los Fantasmas de Michael Rogan exigen a este último que sacie con sangre con su sed de venganza, por fortuna para el mencionado antiheroe, serán aplacados en cierta medida por la dulce voz de Rosalie, una prostituta que conocio en Hamburgo, y que al igual que él esta marcada por el recuerdo de un cruel pasado que provoca que ambos sean casi almas gemelas…

Rogan estiró el brazo. Ella lo esquivó y se dirigió al dormitorio, seguida rápidamente por él, que iba quitándose la ropa sobre la marcha. Luego, cuando hizo ademán de tocarla, ella no se movió. Y, ya acostados en la cama extragrande, él pudo oler una vez más la fragancia a rosas de su cuerpo y palpar aquella piel aterciopelada como los pétalos de una rosa, mientras iniciaban un periplo amatorio que acabó sofocando los ruidos de la noche berlinesa; los lastimeros gritos de los animales encerrados en el Tiergarten, bajo las ventanas de la suite, y las fantasmagóricas imágenes de muerte y venganza que pululaban por el vulnerable cerebro de Rogan.

Sin lugar a dudas, los acontecimientos que, al fin y a la postre, provocarón el trauma psicologico de Rosalie son una buena prueba de la falsa humanidad de que aquellos que se decían buenos mientras ordenaban ataques aereos que destruyeron pueblos enteros.

Cuánto lloró aquel terrible día de la primavera de 1945. El mundo se derrumbaba cuando ella era apenas una soñadora adolescente de catorce años. El gran dragón de la guerra se la había llevado consigo.

Salió de casa temprano para ir al huerto que la familia había aniquilado en Hesse, a las afueras de Bublingshausen. Más tarde, trabajaba con la pala cuando una sombra enorme cubrió la tierra oscura. Al levantar la cabeza, vio que una inmensa flota de aviones tapaba el sol y, a continuación, oyó el tronar de las bombas que llovían sobre las fábricas de productos ópticos de Wetzlar. Luego, las bombas rebosaron como el agua de un vaso y alcanzaron su indefenso pueblo medieval. La chica, aterrorizada, sepultó la cara en la tierra blanda mientras todo el suelo se estremecía violentamente.

Cuando el cielo dejó de rugir y la sombra se apartó del sol, la muchacha regresó al centro de Bublingshausen.

Estaba en llamas. Las casas, como juguetes a los que un niño depravado hubiese prendido fuego, iban quedando reducidas a ceniza. Rosalie corrió por las floridas calles que tan bien conocía, esquivando escombros humeantes, pensando que todo era un sueño: ¿cómo podían desvanecerse tan deprisa los edificios que había visto toda la vida?

Aunque las películas de guerra que, durante las tardes sabatinas de la decada de los ochenta, desfilarón ante los ojos del niño que minutos antes habia sido testigo de las andanzas de "D'Artacán y los tres mosqueperros", "David El Gnomo" y "Los Ewoks" consiguieron que nos creyeramos que los soldados Yankees eran tipos castos y puros, lo cierto es que, teniendo en cuenta que todos los conflictos belicos liberan a la bestia que todos los hombres llevamos dentro, al igual que el resto de combatientes cometieron actos de muy dudosa catadura moral. Y es que mientras que “Los violentos de Kelly” aprovecharon su participación en la II GM para robar el oro de los nazis, hubo otros que se sirvieron de ella para robar la inocencia de las niñas alemanas, circunstancia esta última que los equiparo con tipos tan impresentables como el General Tanz, el depravado sexual en cuyos ojos tan azules como los del coronel T.E. Lawrence quedaron grabados los ultimos minutos de vida de una prostituta que fue salvajemente violada durante “La noche de los generales”.


El camión se detenía por la noche, y más soldados entraban en la parte de atrás y se acostaban con ella sobre las mantas. Rosalie fingía dormir y se dejaba hacer. Por la mañana, se ponían otra vez en marcha; y así, hasta que por fin pararon en el centro de una gran ciudad en ruinas.

El autor de la escena cinematográfica por culpa de la cual – a todos aquellos que accedieron a ser apadrinados por Don Vitto Corleone - se les helo la sangre al ser testigos de la brutal paliza que Carlo Rizzi propina a Connie Corleone, gracias al fragmento de la novela durante la cual Rosalie narra sus días junto a sus libertadores consigue que la pena y el asco nos golpeen tan fuerte como Santino "Sonny" Corleone golpeo a su hermano politico.


Los soldados la trataban como a una reina. Le llevaban comida en abundancia, alimentos que ella no había probado desde antes de la guerra. Y toda aquella comida parecía dotar su cuerpo de una pasión infatigable. Era un verdadero tesoro de amor, y ellos la mimaban tanto como usaban su cuerpo para desahogarse. Un día, Roy, el soldado que la había recogido, le dijo preocupado: «Oye, nena, ¿quieres dormir un poco? Echaré a todo el mundo.» Pero Rosalie negó con la cabeza. Y es que, mientras fueran entrando y saliendo soldados sin rostro, ella podría creer que todo era un sueño: la carne dura, los pantalones a cuadros de su padre sobresaliendo de la pila de escombros…

Aunque Michael Rogan esta poseido por el instinto asesino que lo equipara a los que lo torturaron e intentarón matarlo, lo cierto es que - para desgracia del hombre sin piedad que pretende ser - la crueldad no será su complice llegada la hora de asesinar a Eric y Hans, el par de hermanos que en vida demostraron ser unos sadicos, y que, llegada su hora de morir, para sorpresa de su ejecutor, demostrarón que en sus negros corazones albergaban un poco de humanidad.

Sin embargo, al cabo de un cuarto de hora, paró el coche. Su intención era matarlos como ellos habían querido hacerlo en Munich, sin avisar y dejándolos con la esperanza de salir en libertad. Quería matarlos como a animales... pero no podía. Se bajó del Mercedes, fue a la parte de atrás y golpeó la chapa del maletero.

Aun con toda su maldad —el mundo salía ganando con aquella pérdida—, en sus últimos momentos los hermanos Freisling habían dado muestras de un toque humano. Estaban abrazados el uno al otro, y así habían muerto. No quedaba rastro de astucia ni perfidia en sus caras. Rogan los observó y pensó que había sido un error matarlos a los dos juntos. Sin querer, se había apiadado de ellos.

A medida que transcurren los días, y aumenta El Amor que Rosie siente por Michael Rogan y que a este último le devuelve a este último las ganas de vivir provocara que la mencionada joven inicie una mision cuyo objetivo será conseguir que su amado abandone la misión suicida en la que esta involucrado, y que para él solo llegara a su fin cuando se haga efectiva la sentencia de muerte del magistrado Klaus von Osteen, el hombre que lo destruyo, que lo destrozó sin balas, y al que en sueños – tras matarlo - le devuelve la vida para poder matarlo una y otra vez.

Compartieron un cigarrillo a oscuras, y entonces Rosalie rompió a llorar.

— ¿No podrías olvidar todo este asunto? — preguntó entre susurros—. ¿Por qué no lo dejas?

Rogan no respondió. Sabía lo que ella quería darle a entender: si no mataba a Von Osteen, su vida, la de ellos dos, podría comenzar de nuevo. Ambos seguirían vivos.
En cambio, si iba a por Von Osteen, tendría muy pocas posibilidades de escapar.

Pero Rogan jamás podría contar a otro ser humano lo que Von Osteen le había hecho en el Palacio de Justicia de Munich; era demasiado vergonzoso, en el sentido de que había sido vergonzosa la manera en que habían intentado matarle. Rogan sólo sabía una cosa: si no mataba a Von Osteen, no podría seguir viviendo. No podría pasar una sola noche sin pesadillas mientras Von Osteen siguiera con vida. Tenía que matar al séptimo y último hombre para poner paz en su propio interior.

La Mafia, la organización criminal que – saga “El Padrino” mediante – tan bién disecciono el autor de la obra hoy reseñada entra en escena por cortesia de Genco Bari, el hombre del uniforme italiano que – a pesar de ser el único de los siete torturadores que lo había tratado con sincera calidez - también merecia morir por haber tomado parte en el último acto de la farsa.

Rogan pensó que era imposible no dar con él. Genco Bari tenía que ser un hombre de fortuna, puesto que era miembro de la mafia. Pero entonces comprendió que ahí estaba precisamente el problema. Nadie le iba a dar información sobre un capo mafioso. En Sicilia, primaba la ley de la omerta. El código del silencio era una arraigada tradición local: no dar nunca información de ninguna clase a las autoridades. El castigo por quebrantar la omerta era una muerte rápida y violenta. Así pues, ante la curiosidad de un extranjero, tanto el jefe de policía como la agencia de detectives se sentían incapaces de recabar información. Seguramente, también ellos acataban esa tácita ley.

El echo de que Bari hubiera demostrado que no era una mala bestia es en buena medida lo que provoca Rogan sea devorado por el odio al saber que – a pesar de lo anteriormente mencionado – el italiano no mostrase escrupulo alguno a tomar parte de la última y humillante fase de la ejecución.

Rogan no podía perdonarlo. Moltke era un hombre egoísta y servil; Karl Pfann, una bestia, un bruto. Los hermanos Freisling eran el mal personificado. Lo que habían hecho era de esperar, les salía de dentro. Pero Genco Bari había dado muestras de calidez humana, y el hecho de intervenir en la tortura y la ejecución era una degeneración deliberada, execrable, imperdonable.

Durante la parada y fonda que el vengador hace en Sicilia, Mario Puzo aprovecha para dar parte de su conocimiento de la historia de la isla italiana en la que – a finales del Siglo XIX – nacio lo que en su origen era una confederación dedicada a la protección y el ejercicio autónomo de la ley (justicia vigilante), y cuyo nombre tiene varios padres, y es que “mafia” aún no se sabe si es el acronimo de Mazzini Autorizza Furti, Incendi, Avvelenamenti (‘Mazzini autoriza robos, incendios y envenenamientos’) – frase que hace referencia a Giuseppe Mazzini, promotor de la unidad italiana – o de Morte Alla Francia, Italia Anela! (¡Muerte a Francia, Italia Anhela!), el lema del ejército clandestino de campesinos, que, en 1282, resistió a la invasión de Sicilia por parte de Carlos de Anjou.


¿Sabe usted por qué en Sicilia no hay una sola tapia de piedra que mida más de medio metro? —le preguntó un día a Rogan—. El gobierno de Roma pensó que las tapias servían para que los sicilianos se tendieran emboscadas continuamente, de manera que limitó la altura de las mismas con la esperanza de que así se redujera el número de asesinatos en la isla. ¡Qué estupidez! Es imposible impedir que la gente se mate. ¿No le parece? —añadió, mirando fijamente a Rogan.

Buena prueba de que el ser humano es un animal extraño es ese extraño gesto de humanidad que se apodera de Rogan tras poner fin a la vida de un hombre para el cual él es su libertador, el que permitira que las frías garras de La Muerte le atrapen, y pongan fin asi a los terribles dolores provocados por el cancer, y que ningún medicamento puede aliviar del todo.

— No te culpes de nada. Sus gritos (Christine) eran espantosos porque todo dolor, toda muerte, es terrible por igual. También tú debes volver a morir, y no va a ser menos terrible. —De su boca salía un hilo de saliva sanguinolenta—. Perdóname como yo te he perdonado.

Rogan lo tomó en brazos sin disparar otra vez, esperando sólo a que expirara.
Fueron apenas unos minutos, quedaba tiempo de sobra para tomar el avión en Palermo. Pero, antes de partir, sacó una manta del coche y cubrió con ella el cadáver de Genco Bari. Confió en que pronto lo encontrarían.

Llegados a Budapest, tendremos ocasión de comprobar los estragos causados por las bombas que cayeron sobre Hősök tere (La Plaza de los Héroes), allí donde se pueden contemplar estatuas representativas de los trece hombres que – a lo largo de más de 1100 añoscontribuyeron a la grandeza de la nación magiar, la cual, para su desgracia, tiene varias páginas de su historia teñidas de rojo por culpa de la sangre inocente que mancho las manos de esos hijos suyos que colaborarón con los nazis, y entre los que estaba Wenta Pajerski, el tipo que despierta sentimientos contrapuestos en el que se ha convertido en un espectro portador de tortura y de muerte.


Tenía la cara grande, colorada, con más verrugas que un jabalí, y sin embargo Pajerski sólo se había mostrado cruel en ocasiones contadas, llegando incluso a ser amable con él. Alguna vez, había detenido el interrogatorio para darle a beber un vaso de agua, ofrecerle un cigarrillo, ponerle en la mano unas láminas mentoladas. Y aunque Rogan sabía perfectamente que Pajerski hacía el papel del clásico «poli bueno» que consigue hacer hablar al preso cuando falla todo lo demás, ni siquiera ahora pudo evitar sentir la oleada de gratitud que su acto de bondad inspiraba.

Al rememorar todo aquello, Rogan comprendió que los siete hombres habían representado muy bien su papel. Habían conseguido engañarlo de principio a fin.

Sólo cometieron un error: no lo habían matado. Ahora le tocaba el turno a él; el turno de materializarse en un espectro portador de tortura y de muerte. Ahora le tocaba a él saberlo todo, verlo todo; y a ellos, adivinar y temer lo que pasaría a continuación.

Los mecanismos que se activan dentro del torturado son perfectamente definidos mediante el extracto de la novela en la que Rogan rememora como era la rutina de sus torturadores.

A primera hora de la mañana, los carceleros entraban en su celda con pequeñas porras de caucho y un cubo metálico para los vómitos. Con las porras le golpeaban el estómago, los muslos, la ingle. Acorralado contra los barrotes de hierro de su celda, Rogan notaba cómo la bilis le subía a la boca, y entonces devolvía. Uno de los carceleros recogía diestramente el vómito en el balde. Nunca le hacían preguntas. Le pegaban de manera automática, como si sentaran la pauta para el resto del día.

Otro carcelero le llevaba un carrito con el desayuno: un pedazo de pan negro y un plato con un mazacote grisáceo que llamaban «gachas de avena». Obligaban a Rogan a comer y, como él siempre estaba hambriento, engullía las gachas y mordisqueaba el pan, que era rancio y gomoso. Una vez había terminado de comer, los carceleros se ponían en corro a su alrededor como para pegarle otra vez. El miedo físico, la debilidad corporal causada por la malnutrición y la tortura, hacían que a Rogan le resultara imposible controlar sus intestinos. Sus tripas se soltaban sin que pudiera evitarlo, y notaba que el pantalón se volvía pegajoso a medida que la comida fluía de su cuerpo apenas digerida.

Cuando el hedor se hacía insoportable dentro de la celda, los carceleros lo sacaban de allí y lo paseaban por el Palacio de Justicia. A aquella hora de la mañana no había nadie, pero Rogan sentía mucha vergüenza del rastro marrón y pestilente que iba dejando a su paso. Sus tripas seguían descontroladas y, aunque él hacía esfuerzos sobrehumanos para contenerlas, notaba que las perneras del pantalón se le humedecían. El olor nauseabundo le seguía por los pasillos, pero ahora los cardenales que tenía por todo el cuerpo neutralizaban su vergüenza hasta que llegaba el momento de sentarse ante sus interrogadores, y entonces aquel desastre viscoso se extendía por toda la parte baja de espalda y glúteos.

Una de las consecuencias más abyectas de la tortura es que, tarde o temprano, el torturador acaba consiguiendo que el torturado lo vea como a un ser divino:

No obstante, de alguna extraña manera, temía el momento de encararse al magistrado. Tuvo que recordarse a sí mismo que ahora la víctima sería Von Osteen, y Von Osteen gritaría de miedo y se desplomaría aterrorizado. Pero le costaba imaginárselo. En aquellos espantosos días, cuando los siete hombres lo torturaron en el Palacio de Justicia muniqués, días de pesadilla en que los gritos de Christine en la sala contigua hacían que se estremeciera de angustia, Rogan había acabado considerando a Von Osteen algo así como un dios, casi había llegado a adorarlo, aun con miedo.

A esa hora temprana, el aristocrático y bien esculpido rostro de Von Osteen se veía pálido por el talco que se aplicaba después de afeitarse, y sus ojos aún conservaban algo de la modorra del sueño. Anterior a Rogan en una generación, era el padre que todo joven habría querido tener; de aspecto distinguido, pero no un petimetre; sincero, pero no empalagoso; serio, pero con un punto de humor; justo, pero severo.

Y, en las semanas siguientes, Rogan, que estaba físicamente agotado por la falta de descanso y una mala alimentación, y por la tortura psíquica de que era objeto, empezó a ver en Von Osteen una especie de protectora figura paterna que lo castigaba por su propio bien. Como es lógico, intelectualmente Rogan rechazaba semejante pensamiento por absurdo: aquel hombre era el jefe de los torturadores, el responsable de su suplicio. Y sin embargo, emocional y esquizofrénicamente esperaba cada día a Von Osteen como el hijo espera a su padre.

Aunque El odio sea un sentimiento que debemos destarrar de nuestro corazón para evitar que el sufrimiento nos atrape y nos empuje a El Lado Oscuro de La Fuerza, lo cierto es, a veces, es lo único que consigue que – a bordo de nuestro partícular Halcón Milenario – sigamos hacía delante…


El odio que sentía hacia los asesinos de su esposa le hizo desear estar vivo. Quiso estar vivo para poder matarlos a todos y regodearse con sus cuerpos torturados. Y fue ese odio, y la esperanza de vengarse algún día, lo que había vencido su resistencia y lo había llevado a dar a sus interrogadores, durante los meses siguientes, todos los códigos secretos que recordaba.

La benovelenCIA con la que la CIA trato a los criminales nazis que accedierón a colaborar con sus antiguos enemigos para ayudar a estos últimos a derrotar a El Comunismo queda patente gracias al agente Arthur Bailey, un tipo que – gracias a sus esfuerzos para evitar que Rogan sacie su sed de venganza – da fe de que una red de espionaje contra los comunistas es más importante que la venganza de una de las victimas de las atrocidades ejecutadas por los esbirros de los arquitectos del III Reich.

Como si quisiera confirmar que el poeta Samuel Johnson estaba en lo cierto cuando afirmo "El patriotismo es el último refugio de los canallas." - Arthur Bailey, tras reflexionar unos instantes, - Si hubiera pensado que con eso ayudaba a mi país a ganar la guerra, sí – es lo que responde tras oír de los labios de Rogan: Dígame la verdad, Bailey. Si hubiera sido uno de los siete hombres que me torturaron, ¿habría hecho las cosas que ellos me hicieron?

Gracias a Klaus von Osteen, Mario Puzo confirma que las pelotas de buena parte de los dirigentes politicos de la Alemania Federal corrian el riesgo de ser apretadas por EEUU si este país no veia satisfechas las exigencias hechas a sus protegidos:

Arthur Bailey lo había tranquilizado diciendo que Rogan no lograría perpetrar su último asesinato. El espionaje norteamericano se encargaría de ello, así como de que las atrocidades de Von Osteen fueran mantenidas en secreto. El magistrado sabía lo que eso entrañaba. Si alguna vez llegaba a dirigir a la Alemania Federal, el espionaje norteamericano podría chantajearlo.

En estos días en los que ha quedado al descubierto la red de espionaje tejida por la NSA, una sonrisa se dibuja en el rostro del lector al descubrir que violar la intimidad de los estadounidenses es una práctica que se lleva haciendo desde decadas antes de que un espermetazoide llamado Edward Snowden fecundara a uno de los ovulos de la autora de los días del mencionado muchacho.


—Abrimos un expediente sobre él desde que nos enviaste tu primer informe. Sabemos a quién podría haber enviado cartas y hemos puesto un interceptor postal en los buzones de todas las personas a las que él conoce.

Esto sorprendió en gran medida a Bailey.

—¿Y eso se puede hacer así como así en Estados Unidos? Jamás lo habría pensado.

—Seguridad nacional, amigo. Podemos hacer lo que nos dé la gana —dijo Nelson, sarcástico—.

Critica final: Aunque la preciosa dedicatoria que acompaño al ejemplar de “Seis tumbas en Munich” que tuve ocasión de leer no esta incluida en la edición que el Grupo Zeta ha hecho de dicha novela, todos aquellos que - seducidos por esta “pequeña reseña” – le den una oportunidad a la obra que Mario Puzo firmo con el seudonimo Mario Cleri pueden estar seguros de que disfrutarán mucho con su lectura, y, al igual que este juntaletras, llegarán a la conclusión de que La Guerra - a parte de dejar tras de si un rastro de muerte y destrucción - consigue que muchos de los que fueron victimas se conviertan en verdugos aún a sabiendas de que la sangre con la que saciaran su sed de venganza jamás conseguira que vuelvan a ser los que eran segundos antes de que se cruzara en su camino ese monstruo fuerte y grande que pisa fuerte toda la pobre inocencia de la gente.

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