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viernes, 2 de marzo de 2012

Sangre española derramada allá en tierra de moros

Si bien el genial Jorge Manrique en el poema “Coplas por la muerte de su padre” afirmaba que para el alma dormida cualquiera tiempo pasado fue mejor, lo cierto es que haciendo un análisis frío y desapasionado de la historia mundial en general, y española en particular, la conclusión es que nuestros antepasados tendrían razones más que suficientes para avergonzarse de nosotros por amilanarnos ante un morlaco que para ellos – teniendo en cuenta lo que vivieron y sufrieron – sería no mas que un ternero con mal carácter.

Aunque a tenor de lo expuesto en esas películas de terror que son los noticieros hay motivos mas que suficientes para resucitar el lema “son malos tiempos para la lirica” que Teo Cardalda y German Copini popularizaron en los 80 – también años críticos para la economía española, y durante los que miles de familias sufrieron los estragos de los “Golpes bajos” de la reconversión naval – lo cierto es que la actual situación de España de ninguna manera es comparable a la de 1921, un año en el que de forma trágica empezó a tensionarse la situación política.

Sin duda alguna, el principio del fin de la monarquía liberal de Alfonso XIII, y la posterior Dictadura de Miguel Primo de Rivera - golpe de Estado mediante – no habrían tenido cabida en la historia patria si – durante el transcurso de la Guerra de Marruecos (1911–1927) - no hubiera tenido lugar el desastre de Annual.

Con objeto de arrojar luz sobre la grave derrota militar española ante los rifeños comandados por Abd el-Krim, el novelista cántabro Ricardo Fernández de la Reguera y la escritora y poetisa catalana Susana March escribieron en 1968 la novela “El Desastre de Annual”.


Encuadrada en la serie Episodios Nacionales contemporáneos que iniciaron 1963 continuando la labor de Benito Pérez Galdós, dicha novela – a lo largo de 416 páginas – mezclando realidad y ficción narra como se desarrollo la concatenación de despropósitos gracias a la cual allá en tierra de moros dejaron su vida cerca de 10.000 hombres, muchos de los cuales antes de expirar su último aliento fueron victimas de horrendas torturas a manos de las fuerzas de Abd el-Krim.

Además de dar el parte de guerra sobre lo acontecido la Tarde-noche del 21 de Julio y la madrugada del 22 de Julio de 1921, los autores exponen como era el ambiente político a miles de kilómetros del Rif.

En España aumentaban cada día más las quejas, los conflictos, la repulsa de la opinión por la pérdida de vidas humanas en la inacabable Guerra de Marruecos. Con el fin de evitar esa sangría, a partir de 1918, las tropas europeas – peninsulares – dejaron de participar en la lucha. Asistían a los combates como simples espectadores. Los moros despreciaban olímpicamente a las fuerzas peninsulares y se envalentonaban cada día más. Decían irónicamente que en el Rif avanzaba primero el Banco de España – las pensiones pagadas a los jefes -, después la Policía y los Regulares, y finalmente los españoles.

Como por desgracia aún ocurre en estos días en la Piel de Toro, en la primera década del Siglo XX aquellos que tenían un primo en el Ministerio o habían sido compañeros de pupitre del cacique del pueblo tenían muchas papeletas para librarse de algo tan desagradable como era combatir en una guerra librada para mayor gloria del monarca de turno.

La ley de 1912 señalaba 1,50 metros como talla mínima y 48 kilos como límite de peso. Eran tantos los excluidos por esta última causa, que se suprimió muy pronto. Sin embargo, el número de excluidos alcanzaba la fantástica cantidad de casi un 50%. No se trataba de que los jóvenes españoles fueran cojos, mancos, tullidos, enanos, enfermos incurables, cegatos, etc., en tan aterrador porcentaje. Ocurría que, sobre las comisiones médicas, encargadas de fallar, ejercianse formidables presiones. Los alcaldes, caciques y personajillos de pueblos y ciudades ponían a contribución su propia y a veces poderosísima influencia, o la recababan de gobernadores, diputados, senadores y ministros para salvar del servicio a sus deudos y a los hijos de sus amistades, al amparo de la inutilidad.

Haciendo bueno el dicho “Es fácil sacar a un español de España, lo que es prácticamente imposible es sacar a España de un español”, al igual que ocurrió en El Caney (Guerra de Cuba), Cavite (Guerra de Filipinas) y tantos otros lugares donde combatió el ejército español, las sublimes heroicidades que tuvieron cabida durante el desastre de Annual fueron fruto en gran parte de la imprevisión y la incompetencia.

¡Todo resultaba disparatado en Annual! Una posición, la más fuerte del territorio de vanguardia, base de futuras operaciones, centro de abastecimiento de toda la línea y de acampada de la columna de protección, y no reunía ni una de las condiciones exigidas para el desempeño de tan importante papel. No había hospital de campaña, ni depósitos suficientes de provisiones y munición, ni pozos ni aljibes para almacenar agua. Las lomas de las posiciones carecían, prácticamente, de fortificación y tenían ángulos muertos que permitirían al enemigo llegar hasta la misma alambrada.

Unido a estos despropósitos “logísticos y estratégicos”, los infelices que no pudieron escapar de la leva forzosa por carecer de recursos económicos y de padrinos influyentes, carecían de “espíritu militar”, y lo que es más importante del adiestramiento necesario para sobrevivir en el infierno que les esperaba lejos de sus hogares y de sus seres queridos.

Los regimientos de España y África acantonados en Melilla y que estaban bajo las ordenes de mandos militares sin ningún interés por estimular a sus subordinados – en la primavera de 1921 – en víspera del desastre, disponían de un único campo de tiro, campo este en el que se establecían turnos para que una vez por semana cada uno de los regimientos practicaran un ejercicio tan ineludible en la guerra.

Fruto de tal “desmadre organizativo” los miles de reclutas que el comandante general envió a las posiciones en el mes de Mayo, apenas habían hecho cuatro o cinco prácticas de tiro.

Por si fuera poco lo mencionado anteriormente, los militares de alto rango a los que les toco lidiar con tan grave situación en lugar de unirse para solventarla se dedicaron a alimentar las disputas que había entre ellos, disputas derivadas del hecho de que en aquellos días el ejército se hallase dividido en “castas”.

Silvestre era de caballería. Los “facultativos” – artillería, ingenieros – que poseían estudios especiales formaban la casta privilegiada y sentían un gran desdén hacía la oficialidad de caballería e infantería, los cuales – a su vez – los detestaban, y compartían con ellos su ojeriza hacía los del Estado Mayor.

La manifiestamente mejorable situación del ejército español se complemente con las alianzas que se establecieron con ciertas tribus marroquíes, tribus que llegado el momento se revelaron como La Quinta Columna, circunstancia esta de la que dio parte el general Valeriano Weyler:

Los moros sumisos de Marruecos, modalidad Magrebí, que sólo se diferenciaban de los moros rebeldes en que éstos últimos nos tiroteaban tanto de día como de noche, mientras que los sumisos lo hacían sólo de noche, dedicando el día a vacilar con el personal y a vendernos toda clase de baratijas...

En mitad del fragor de la batalla, mientras eran el objetivo a batir por las Carabinas Remington – bautizadas como “Paco” debido al sonido tan característico que producía al dispararse en medio del silencio de la noche: paccccccoooooooooooo – en el corazón de los soldados españoles allí destacados el miedo desterró a la épica.

Tras la toma de la Loma de Los Árboles, y la captura por parte de los moros del Teniente de Artillería Diego Flomesta Moya, el alférez Rebolledo – al pensar en los tormentos al que sometan los hombres de Abd – el – Krim al mencionado militar – a sus tiernos 19 años, y lleno de deseos de vivir, se pregunta si sería el capaz de soportar el dolor infligido por el martirio, el hambre o la sed, y si llegado el momento tendría el valor necesario para portarse como un militar y como un hombre.

Exactamente aquí, en Annual. En este sucio estercolero de pulgas, piojos, chinches y ratas. Es aquí, entre hombres asustados, donde el deber, el compromiso de honor deben cumplirse y acrisolarse la resplandeciente luminaria del heroísmo derramado hasta la última gota de sangre.

Ajenos al terror y al pánico que embargaba a sus hermanos de armas los que eran destinados al frente trataban de minimizar la gravedad del futuro que les esperaba.

Durante el viaje en tren desde Melilla al frente, los soldados de la 2ª compañía provisional del regimiento de África - ante la certeza de que eran corderos enviados al matadero – muestran diversos estados de animo: unos permanecen callados y hoscos sumergidos en un estado ensimismamiento, otros transparentan claramente el temor que sienten, y los menos – con objeto de aturdirse e ignorar su destino - ríen y bromean, e incluso se permiten la osadía de gritar “Viva la muerte”, bravata legionaria acuñada por Millan – Astray que solivianta a todos aquellos que no encuentran ningún atractivo en morir por defender miles de kilómetros de yerma tierra.

Sobre el terreno, a medida que se va desarrollando la tragedia, junto a los gestos de solidaridad de aquellos que comparten su exiguo rancho con sus compañeros más débiles, el egoísmo que por naturaleza domina a la condición humana tendrá un destacado papel.

El momento en el que un capitán solicita cuatro voluntarios para que sirvan como fusileros en el convoy cuyo destino es el fortín de Igueriben, sirve para mostrar como triunfa el instinto de supervivencia, ese instinto básico que hace que los receptores de tal petición den la callada por respuesta aún a sabiendas de que el paso del tiempo hará que se avergüencen de ellos mismos por no arriesgar la vida en defensa de sus hermanos de armas.

Ante la certeza de que no habrá final feliz para los desdichados que dieron con sus huesos en la región del Rif, la tristeza se hace dueña y señora de muchos de los militares que ven como una cruel derrota será lo último que figure en su hoja de servicios.

En la posición de Igueriben, tras ser testigo de cómo el convoy con alimentos, agua y municiones es incapaz de llegar al rescate de los soldados españoles sitiados por “los moros”, el teniente Luis Casado Escudero – tan desesperado como sus subordinados – se emociona al recordar como la febril y enloquecida excitación que invadió a estos al ver aproximarse el convoy, minutos después se torno en decepción e inmensa amargura.

Consciente de que – a pesar de todas las promesas de ayuda transmitidas por el Estado Mayor – tanto él como todos los sitiados están solos, y han sido abandonados a su suerte, a Casado le embarga la tristeza al ver sufrir de forma tan horrorosa a los soldados rasos, a esos desdichados – analfabetos en su gran mayoría – para los cuales, a diferencia de los oficiales, grandes palabras como deber, honor, patriotismo no significaban nada, y mucho menos eran suficiente estimulo para soportar todas las penalidades que les esperaban a miles de kilómetros de sus padres, amigos, novias…


Siendo una novela con trasfondo militar, los autores no dejan pasar la ocasión de rendir tributo a los soldados que cayeron épicamente en el campo de batalla.

En Igueriben, sitiados y rescatadores serán testigos, de la entrada en acción de las tropas de choque, el Regimiento de Caballería de Alcántara. La carga que comienza siendo un vistoso espectáculo – brillan los sables de los oficiales, trotan gallardamente los caballos – se convierte en una horrible y sangrienta confusión bajo las descargas de los rifeños: los caballos se encabritan, chocan, caen en racimos, despiden a sus jinetes y huyen locos de terror.


En el río Gan, la última carga, la famosa caballería mora de Metalza los jinetes indígenas cargan a galope tendido, arrollan y acuchillan a los soldados españoles. El teniente coronel Primo de Rivera carga también al frente de sus escuadrones del Regimiento de Cazadores de Caballería de Alcántara. Se baten con sublime arrojo. El enemigo los frena, los destroza, pero vuelven a cargar una y otra vez. Ni hombres ni caballos pueden ya sostenerse. Los animales, cubiertos de espuma, teñidos de sangre, caminan al paso y los jinetes se tambalean sobre las sillas, pero cargan con heroica decisión.

Manuel Fernández Silvestre y Pantiga Comandante General de Ceuta (1919-20) y de Melilla (1920 - 21), en el transcurso de la Guerra del Rif, y principal responsable del Desastre de Annual, con la orden “¡Fuera todo el mundo! Quien este en condiciones para ello, que salga lo más rápidamente posible de la posición” provocará el inicio de una enloquecida huida durante la cual tendrán lugar estremecedoras escenas protagonizadas por sus hombres, los cuales – sin distinción de rango ni oficio – han caído prisioneros del pánico que les suscita la posibilidad de caer en manos de los feroces y crueles rifeños.

Los vehículos motorizados partieron a toda velocidad, sacudidos por los trallazos de las balas. Los conductores de los carros hacían galopar a la caballería. Algunos carros volcaban, rodaban por la pendiente de la posición o eran arrastrados por las mulas desbocadas, tocadas por los disparos. Los heridos salían despedidos, eran atropellados, los remataban las balas enemigas e iban sembrando de humanos despojos la trágica cuesta de Annual. Los acemileros de intendencia tiran las cargas a tierra, montan sobre las caballerías y escapan. Todos quieren huir. Chocan ciegamente brutalmente unos con otros. Tropiezan con las cargas derribadas, se enredan en los correajes, fusiles, macutos y demás objetos abandonados; caen en un confuso montón, que los rifeños acribillan, y allí se debaten enloquecidos de terror; maldiciendo, agonizando, luchando salvajemente para zafarse y escapar.

Si bien fueron muchos los altos mandos que no estuvieron a la altura de las circunstancias, e incluso hubo alguno que “vendió” a sus subordinados al moro para salvar su pellejo, la “honra” del ejército español se salvo en parte a la actuación de hombres como Jesús Aranzena Landa, un soldado que aunque no lucía en su pecho los galones que con orgullo y cierta prepotencia lucían sus superiores jerárquicos, tuvo un comportamiento heroico gracias al cual seis compañeros suyos condenados a una muerte segura lograron salvarse.

Consciente de que tanto a él como a sus seis compañeros - siete hombres cuyo arsenal se limitaba a seis fusiles – los habían dejado solos, olvidados y abandonados en un fortín en mitad de un mar poblado de muerte, en lugar de aceptar que no habría salvación para ellos se adentro tras las líneas enemigas en busca de agua y alimento, consiguiendo con tan valiente comportamiento que en el corazón de los que hasta ese momento eran hombres enterrados en vida resucitara el ardor guerrero necesario para luchar hasta su última gota de sangre.

Durante la defensa del Monte Arruit, además del implacable acaso de los rifeños, la sed se convirtió en la peor de las torturas para la guarnición allí acorralada. Estremecedor es el relato de los daños colaterales derivados del fracaso de las operaciones que tenían por objetivo ocupar un pozo cercano.

Los hombres del campamento aguardaban anhelantes la vuelta de la tropa que había salido. Los vieron entrar. Su aire apagado traslucía claramente la decepción. Cundió en seguida la amarga nueva de lo sucedido. Los soldados enmudecían, dejaban caer, abrumados la cabeza; algunos gritaban y se revolvían arrebatados por la desesperación. Y cuatro o cinco saltaron el parapeto. Corrían ciegamente hacia la aguada, enajenados por la sed. Unos instantes después caían muertos, acribillados a tiros por los moros.


En Monte Arruit… En Monte Arruit, los soldados combaten sobre las tumbas de sus compañeros, entre los heridos que gritan, que son rematados por los cascotes, sepultados por los parapetos hundidos. En Monte Arruit se muere de hambre, de sed, de extenuación, de gangrena, de heridas de bala o de metralla…su muere, o se sale al encuentro de la muerte, cuando prende el chispazo de la locura o la desesperación.

En Monte Arruit, un perímetro de 500 metros – la tercera parte de la superficie de la madrileña Puerta del Sol – ya han estallado más de 300 granadas. Y se alza el clamoreo de las bombas de mano y de la dinamita, y el cielo esta inclemente, gris de plomo. Un cielo gritador, como herido también, delirante de los quejidos de las balas.


En resumen, nos hallamos ante un desgarrador relato, ante una crónica de miles de muertes anunciadas que consigue que durante su lectura el lector desee fervientemente que nunca hubiesen tenido lugar los hechos narrados – y que en ciertos pasajes son capaces de remover los estómagos más duros.

Haciendo un análisis de los sucesos que años después trasladaron la sucursal del Infierno desde Annual a esta España mía, esta España nuestra, no cabe mas que asquearse ante el hecho de que el General Francisco Franco, que - al mando de La Legión - combatió contra los salvajes rifeños enrolase a estos en la tristemente conocida como “La columna de La Muerte”, la fuerza de choque que al comienzo de la Guerra civil entro por el Sur de la península ibérica y a su paso fue dejando los caminos sembrados de cadáveres de inocentes, de desdichados que fueron degollados, castrados y abiertos en canal con las terribles gumias, el cuchillo curvo cuya sola mención, años atrás, hizo palidecer a los infelices de que con su sangre española tiñeron de rojo las tierras de Annual.

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