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viernes, 8 de junio de 2012
Que historia. Que escritor. Que monumental novela para leer
Si Mi Estimado Progenitor algún día se arrepintió de haber contribuido a mi nacimiento seguramente fue aquel lejano Lunes de 1989 en el que se vio obligado a pasar por taquilla para ver junto a mí las aventuras de una atractivo madurito que al caer la noche se embutía en un ajustado traje de cuero para impartir justicia en las peligrosas calles de Gotham City.
Fue precisamente también aquel día cuando un servidor tuvo su primer contacto con el movimiento obrero gijonés, más concretamente con la CSI (Central Sindical de Izquierdas), sindicato a cuya reunión celebrada en las instalaciones de NAVAL GIJÓN acudimos antes de encaminarnos hasta el cine María Cristina.
La sensación que me embargo mientras – rodeado por los fornidos trabajadores del sector naval que habían creado los hits “Trevín, danos un barquín” o “Esos de azulón, ¿de que astillero son?” - escuchaba las medidas a tomar para evitar que la temida reconversión se cobrase otra victima en la bahía de Gijón fue seguramente muy parecida a la que, durante las reuniones del Club Social de Boston, se hizo dueña y señora de Danny Coughlin, uno de los protagonistas de “Cualquier otro día”.
Fue el pasado 27 de Julio cuando Dennis Lehane - durante la amena e interesante charla que impartió en la carpa central de la SEMANA NEGRA - afirmo que con cada novela que escribía pretendía superar el listón que había alcanzado con su anterior creación. Pues bien, ante tal tesitura, no sería exagerado decir que el bostoniano criado en el barrio de Dorchester lo va a tener francamente difícil a la hora de elevar el nivel alcanzado por la monumental obra maestra que hoy nos ocupa.
Y es que señoras y señores, la última novela del autor de “Desapareció una noche” (Gone, Baby, Gone, 1998), “Mystic River” (2001) y “Shutter Island” (2003), adaptadas a la gran pantalla por Ben Affleck, Clint Eastwood y Martin Scorsese respectivamente, a pesar de su magnitud (714 páginas) se nos hace corta e incluso consigue que ante la llegada del final de la misma nos invada la tristeza que supone saber que se acerca la hora de decir adiós a Danny Coughlin , Nora O´Shea y Luther Laurence, los tres personajes principales de la historia a través de cuyos ojos seremos testigos del fin de la hegemonía irlandesa, la explosión del terrorismo anarquista y el auge del movimiento sindical.
Aunque se presta gran atención a las vicisitudes de los tres personajes mencionados anteriormente – tres personas a los que La Vida, al igual que a millones de norteamericanos, les golpea con la misma fuerza con la que una pelota era bateada por el primer bateador de los Red Sox - a lo largo de esta historia que tiene lugar en el año 1919 hacen entrada en escena una amplia galería de personajes secundarios, personajes como por ejemplo Babe Ruth, el jugador de baseball que primero en los Red Sox y más tarde en los New York Yankees se convirtió en una leyenda deportiva gracias entre otras cosas a sus 714 homeruns, un auténtico record deportivo que no fue superado hasta 1974, 39 años después de su retirada.
El que fuera apodado “El Gran Bambino” y “El Sultán del batacazo” sirve para señalar las tremendas injusticias que había en aquellos días en los que los que tenían jornadas laborales de hasta doce horas se reían de aquellos que “solo” trabajaban diez. Y es que mientras que el que era consciente de que era una rueda con un diamante incrustado se podía permitir exigir que su sueldo se incrementase con unos cuantos miles de dólares, la represión era la respuesta que recibían los obreros de clase media – baja encargados de mantener la maquinaría del capitalismo salvaje, un sistema este que paulatinamente les estaba convirtiendo en esclavos y que provocaba que fuera incompatible para ellos alimentar a sus familias y a la vez encontrar tiempo para leer un cuento a sus hijos a la hora de irse a dormir.
Fruto de las pésimas condiciones laborales que afectan a toda la clase trabajadora, nace el CSB, un club social donde se celebran reuniones en las que se dejan oír las protestas de los policías, unos hombres que empiezan a hartarse de jornadas laborales de hasta doce horas durante las cuales se juegan la vida por un sueldo que les permite a duras penas superar el umbral de la pobreza y que para más inri es tres veces menor que el de esos putos estibadores a los que arrestan por ebriedad y alteración del orden los viernes por la noche.
Preocupados ante la posibilidad de que el huevo de la serpiente comunista sea incubado por los servidores de la ley, el Teniente Eddie McKenna y el Capitán Thomas Coughlin ofrecen al hijo de este último - Aiden Coughlin, alias Danny - la placa de oro y su nombramiento como inspector a cambio de información sobre los planes de sus compañeros de armas.
A raíz de su infiltración en el CBS Danny acabará adentrándose en los bajos fondos del North End el que había sido su barrio hasta los siete años, antes de que los irlandeses, que habían trazado sus calles, y los judíos, que habían llegado después de ellos, fueran desplazados por los italianos, que ahora lo poblaban tan densamente que si se tomaba una fotografía de Napoles y otra de Hannover Street, muchos tendrían serias dudas a la hora de identificar cual de las dos era de Estados Unidos.
Será allí donde entrará en contacto con Louis Fraina (dirigente de la Sociedad de Obreros Letones de Roxbury), la fraternidad de pescadores y miles de obreros puteados e ilusos románticos que – liderados por Luigi Galleani (padre del anarquismo en EEUU) – estan dispuestos a cambiar el mundo aunque para ello tengan que teñir con su sangre todas las calles de Norteamérica.
Lo que en principio se antoja como una forma rápida y sencilla de ascender se acabará convirtiendo en algo más a medida que confraterniza con esos hombres, hombres que como él y muchos de sus compañeros están hasta las mismísimas pelotas de ser simples peleles que – ante la mierda que les dan y les obligan a tragar – solo tienen derecho a responder: «Mmm, más, por favor. Gracias».
“Adelante. Deportadnos. Vosotros, fósiles seniles que gobernáis Estados Unidos lo veréis todo de color rojo. La tormenta está dentro y muy pronto se desatará y os arrollará y aniquilará a fuerza de sangre y fuego. ¡Os dinamitaremos!” estas incendiarias palabras con las que “los rojos” dieron fe de su intención de hacer explotar la ciudad fueron el preámbulo de la batalla campal que tuvo lugar El Primero de Mayo de 1919 y durante la cual inmigrantes letones curtidos en las feroces guerras civiles libradas en La Madre Rusia tuvierón como contrincantes a la policía de Boston, un cuerpo este en cuyas filas había auténticos matones a los que lo único que les separaba de la cárcel era su placa.
El que por cortesía de “la reconversión naval” se paso buena parte de su infancia y adolescencia embargado por la preocupación que le despertaba saber que a unos cientos de metros de su hogar su estimado Progenitor en compañía del resto de la plantilla de NAVAL GIJÓN se jugaba el físico durante los durísimos enfrentamientos que con demasiada frecuencia mantenían con las UIP (Unidades de Intervención Policial) sintió como un escalofrio le recorría el cuerpo durante la lectura de los párrafos en los que se narra como – a consecuencia de la inexistencia de “tubos lanzacohetes” y “escopetas lanzadoras de pelotas de goma” – los huelguistas y los policías, armados con barras de hierro y porras de madera respectivamente, se enfrentan cuerpo a cuerpo.
Los hombres se encaminaron en distintas direcciones todos a la vez. Se empujaron alegremente. Se lanzaron bramidos a la cara, hasta que alguien encontró la salida y enfilaron por el pasillo de atrás y cruzaron la puerta en tropel.
Salieron todos por la parte trasera de la comisaría y recorrieron el callejón, algunos golpeando ya las paredes y las tapas metálicas de los cubos de basura con las porras. Letones barbudos aparecieron desde la esquina del Palacio de la Ópera blandiendo mangos de hacha. Hombres corpulentos, rusos, a juzgar por su aspecto, en cuyos ojos no se advertía el menor titubeo. Por un momento, dio la impresión de que nadie sabía qué hacer. Los policías se entremezclaron con los letones, los letones se entremezclaron con los policías, todos revueltos, y pocos de ellos eran conscientes de cómo habían llegado a esa situación. Sonaron silbatos cuando la policía montada intentó abrirse paso a través del gentío, pero los caballos se resistían a avanzar. Ahora el caos era absoluto, letones y policías entremezclados, los letones con palos, con trozos de tubería y cachiporras y, Dios santo, con punzones de hielo. Lanzaron piedras y lanzaron puñetazos, y los policías también empezaron a actuar con brutalidad, sacando ojos, mordiendo narices, estampando cabezas contra el suelo.
Si en este párrafo en el que se da parte de la brutalidad de los choques Lehane recurre a un estilo crudo y descarnado, la épica es el estilo dominante en aquel en el que – a consecuencia de la muerte de un policía – el Teniente Eddie McKenna anima a los hombres bajo sus ordenes a ser jueces, jurados y verdugos.
Hoy, caballeros, hemos perdido a uno de los nuestros. Un auténtico policía, un poli entre los polis. Ha sido una pérdida para nosotros y lo ha sido también para el mundo. Hoy se han llevado a uno de los nuestros, pero no se han llevado nuestro honor. No se han llevado nuestra hombría. Sólo se han llevado a uno de nuestros hermanos.
»Esta noche volveremos a su territorio. El capitán Vance y yo nos pondremos al frente. Buscamos en concreto a cuatro hombres: Louis Fraina, Wychek Olafski, Pyotr Rastorov y Luigi Brancona. Tenemos fotografías de Fraina y Olafski y retratos a lápiz de los otros dos. Pero no acabaremos ahí. Someteremos, sin cuartel, a nuestro enemigo común. Todos ustedes saben cómo es ese enemigo. Viste un uniforme tan evidente como el nuestro. El nuestro es azul; el suyo de una tela tosca, y a eso se une una barba enmarañada y un gorro de lana. Además, tiene el fuego del fanático en la mirada. Vamos a salir a esas calles y a traerlos aquí. De eso no tenemos la menor duda.
Sólo tenemos determinación. Esta noche, hermanos, no hay rangos. No hay distinción entre un agente en su primer año y un inspector con placa de oro y dos décadas de servicio. Porque esta noche estamos todos unidos por el rojo de nuestra sangre y el azul de nuestra indumentaria profesional. No se equivoquen, somos soldados. Y como dijo el poeta: «Oh extranjero, informa a Esparta que aquí yacemos todavía obedientes a sus leyes». Que ésta sea su bendición, caballeros. Que éste sea su toque de clarín.
La sucesión de huelgas cuyo objetivo es obtener aumentos salariales y prestaciones médicas traerá consigo más enfrentamientos y la aparición de los esquiroles, “personajes” estos que añadiran mayor dramatismo y tensión a la situación.
La huelga de Framingham fue sofocada con la llegada de camiones llenos de nuevos obreros y la intervención de la policía. Después de que ésta realizara la última arremetida y los esquiroles cruzaran las puertas, Danny miró a los hombres que habían dejado a sus espaldas, algunos todavía encogidos en el suelo, otros sentados, unos cuantos alzando el puño en gestos de impotencia y gritos vanos. De pronto se enfrentaban a un nuevo día con mucho menos de lo que habían pedido y mucho menos de lo que habían tenido. Era hora de volver a casa con sus familias y ver qué hacían con su futuro.
Por si fuera pocos los incidentes acaecidos, la huelga con la que la policía responde al desprecio con la que han sido atendidas sus exigencias provocará que los habitantes de Boston, en mayor o menor medida, den rienda suelta a la bestia que llevan dentro, una bestia que será aplacada contundentemente con un despliegue de fuerza descrito brillantemente por el autor.
Bajo el gran arco al fondo del edificio, el Primer Escuadrón de Caballería desfilaba en sus monturas incesantemente de un lado al otro, resonando el chacoloteo de los cascos contra los adoquines como disparos amortiguados. En los jardines delanteros que daban a Beacon Street, los Regimientos Duodécimo y Decimoquinto estaban formados en posición de descanso. Al otro lado de la calle, en lo alto del Common, los Regimientos Décimo y Undécimo permanecían firmes. Eso era la antítesis de la turba. Eso era una fuerza calculada, sometida al imperio de la ley, capaz de contención y de violencia por igual. Eso era el puño bajo el guante de seda de la democracia, y era magnífico.
A pesar del ruido y la furia que impregnan un gran número de páginas de la novela, en esta también hay lugar para la ternura, una “ternura” teñida de la rudeza irlandesa que exudan Danny y Nora.
Y es que sin duda alguna la excelencia alcanzada por la novela se vería mermada si se borraran esos párrafos en los que queda patente como Danny – a pesar de que sabe que Nora es una mujer mancillada que hace que sea incompatible reconocerla como suya y mirar a la vez al resto del mundo a los ojos - a medida que pasan los días y mayor es la impresión de que navega sin timón, sin que lo guie constelación alguna, mayor es su deseo de abrazarla, besarla y mirar dentro de sus ojos, esos ojos que han sido los únicos capaces de descubrir al niño, débil y cobarde que mora en el interior del hombre alto, fuerte y valiente que él es en apariencia.
La raza irlandesa, la cual - según palabras puestas en boca de Edgar J. Hoover – nunca permitiría que la prudencia o la razón nublase su juicio, y que una y otra vez a lo largo de la historia había ido derecha al apocalipsis a fuerza de fanfarronadas, tiene también entre sus miembros honorificos al Capitán Thomas Coughlin, el cual, siendo un niño, al igual que cientos de miles de compatriotas suyos, fue empujado por “la gran hambruna” a recorrer las millas que separaban a Irlanda de EEUU, la que era para muchos La Tierra prometida y que a Eddie McKenna y a él les dio la bienvenida diciéndoles: Este país es vuestro, chicos, pero tenéis que apoderaros de él.
La dureza que Thomas emana por todos los poros de su piel y que empleo a fondo para imponer la ley en el país al que le debía todo, solo se toma un respiro cuando “el sentimentalismo irlandés” se impone y le enseña que tener una familia implica pagar ese alto precio que supone no poder evitar el dolor de los seres queridos. No poder absorberlo de la sangre, el corazón y la cabeza.
Uno los sostenía en brazos, les ponía un nombre, les daba de comer y hacía planes para ellos, sin tener plena conciencia de que el mundo estaba ahí fuera, esperando para hincar los dientes.
Por último, pero no por ello menos interesante, cabe mencionar el protagonismo que en la trama tiene Luther Laurence un pequeño delincuente implicado en un violento incidente por culpa del cual se ve obligado a abandonar Tulsa, un lugar donde, por cortesía de Diácono Skinner Broscious, aprenderá una valiosa lección.
En mi experiencia, el momento más memorable en la vida de un hombre rara vez es agradable. El placer no nos enseña nada salvo que el placer es placentero. ¡Y ya me dirás tú qué lección, eso lo sabe hasta un mono sacudiéndosela! En fin. ¿Sabéis cuál es la esencia del aprendizaje, hermanos míos? El dolor. Pensadlo bien. Por ejemplo, rara vez nos damos cuenta de los felices que somos de niños hasta que nos arrebatan la infancia. Normalmente no reconocemos el amor verdadero hasta que ha quedado atrás. Y entonces, entonces decimos: anda, pero si era eso. Ése era el auténtico… Lo que nos moldea es lo que nos mutila. Un alto precio, estoy de acuerdo. Pero la lección que aprendemos de eso no tiene precio.
Siendo la sociedad norteamericana de aquellos días una sociedad de blancos construida sobre los conceptos de familia y trabajo honrado, en la que los blancos y los negros parecían haber pactado tácitamente que cada raza se mantuviese en su lado de la calle, bien podría calificarse como “gran acontecimiento” el hecho de que el color negro de la piel de Luther no sea impedimento para que entre Danny, Nora y él entablen una sincera amistad, una amistad que será para ellos la tabla de salvación a la que se aferran para no ser arrastrados al abismo hacia el que a pasos agigantados se acerca el mundo que les rodea.
Gracias al personaje de Luther, Lehane expone con toda su crudeza el racismo que imperaba en aquellos días y que podía dar lugar a que un negro acabase con todos los huesos rotos por haber tenido la osadía de mover el esqueleto en compañía de una mujer blanca.
Si El Káiser hubiera mandado a su ejercito al otro lado del mar, con todos sus aviones, sus bombas y sus fusiles, difícilmente habría causado más destrozos que los que, entre los meses de Mayo y Julio de 1917, provoco “la furia racista” que se desato durante el denominado East St. Louis Riot – esta afirmación que a priori bien podría parecer una exageración se torna en algo factible al leer el párrafo en el que con gran crudeza se relata lo sucedido en lo que fue uno de los peores disturbios raciales en la historia de EE.UU.
Los puestos de trabajo habían sido la causa de todo aquello. Los trabajadores blancos fueron convenciéndose de que eran pobres porque los trabajadores negros les robaban los empleos y la comida de sus mesas. Al final se presentaron allí, hombres, mujeres y niños blancos, y arremetieron primero contra los hombres de color, disparándoles y linchándolos y prendiéndoles fuego, incluso echando a varios al río Cahokia y lapidándolos cuando intentaban volver a nado, tarea que dejaron básicamente en manos de los niños. Las mujeres blancas obligaron a las mujeres negras a bajarse de los tranvías y las apedrearon y apuñalaron con cuchillos de cocina, y cuando llegó la Guardia Nacional, se limitó a quedarse mirando de brazos cruzados.
En estos días en los que los conflictos sociales son la consecuencia directa de la mala regulación financiera que ha parido ese monstruo llamado crisis que – emulando a Saturno – esta dispuesta a devorarnos a todos nosotros, es de lo más recomendable la lectura de esta monumental novela sobre gente corriente, sobre héroes cotidianos a los que les toco hacer frente a duros tiempos que – digan lo que digan los anunciadores del Apocalipsis – nosotros nunca conoceremos.
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