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miércoles, 3 de abril de 2013

Leben: Marschieren oder sterben


El 1 de Enero de 2012, mientras en Barcelona el letón Mariss Jansons con el entusiasmo y la maestría que le caracteriza dirigía a La Orquesta Filarmónica de Viena en la interpretación de La Marcha Radetzky, el que esto escribe no se imaginaba que ese año, metido en el uniforme y la piel de un “Soldado de fortuna” y marcando el paso legionario, llegaría hasta Bochum (Alemania) en compañía de la mujer que durante las primeras de ese día, en uno de los antros de perdición de La Villa de Jovellanos, con la mano arriba y la cintura sola, bailo ante sus ojos “La Danza Kuduro”.





Fue precisamente en la mencionada ciudad del estado de Renania del Norte - Westfalia donde el pasado 8 de Enero, coincidiendo con el décimo primer mes de nuestra campaña militar en común, finalice la lectura de la novela escrita en 1932 por el austriaco Joseph Roth, y cuyo título hace alusión a la pieza musical compuesta en 1848 por Johann Baptist Strauss I en honor del noble y militar checo Johann Joseph Wenzel Graf Radetzky von Radetz (1766 - 1858).


El escritor nacido en 1894 en Brody, ciudad ucraniana que en aquellos días formaba parte del Imperio austrohúngaro, a lo largo de las 576 páginas de las que consta la novela y sirviéndose de tres generaciones de la familia Trotta plasma de forma magistral la decadencia de un apellido, el final de un orden y la disolución definitiva de la sociedad europea.

La que es definida por muchos como “una de las mejores novelas históricas que se han escrito” – a parte de por su innegable valor didáctico - destaca por contener bellísimos párrafos en los que tienen cabida la tristeza, la melancolía, la amistad y la épica.

Durante el transcurso de la Batalla de Solferino (24 de junio de 1859) en la que los 118.600 hombres que integraban el ejército de Napoleón III de Francia y del Reino de Cerdeña derrotaron a los 100.000 soldados al mando de Franz Josef Karl von Habsburg - Lothringen la bala que iba dirigida a este ultimo y que acaba destrozando la clavícula del teniente Joseph Trotta provocará que cambie para siempre la vida de este, el cual desde ese día será conocido como “el héroe de Solferino”, un título honorifico que, tal como bien podrá comprobar el lector, con el paso del tiempo se convierte en una pesada losa para su estirpe.


El nada épico empujón gracias al cual consigue salvar la vida del Emperador de Austria, rey apostólico de Hungría y rey de Bohemia dará lugar a que la gris tonalidad que impregna la existencia de Joseph Trotta caiga en combate ante los vivos colores que traerá consigo su ascenso a capitán.

El capitán Joseph Trotta von Sipolje surgía en la intimidad de esta casa, marcada por la estrechez y la sobriedad propias de un funcionario, como un dios militar: el barboquejo reluciente, charolado el casco brillante como un sol negro, botas de un lustre flamígero como un espejo, resplandecientes las espuelas, con dos tiras de botones dorados, que casi despedían chispas, en el uniforme, bendecido por el poder sobrenatural de la Orden de María Teresa. Así se hallaba el hijo ante el padre, el cual se irguió lentamente, como si quisiera compensar el resplandor del joven con la lentitud del saludo.

El hombre sencillo y de una actitud tan irreprochable como su propia hoja de servicios, caerá prisionera de la más terrible de las iras el día que las tempestades y las voces desconocidas de los antepasados sin nombre que duermen en los profundos abismos de su alma se despiertan por cortesía de una versión falsa de lo acontecido en el campo sobre el cual, al finalizar la batalla librada en él, quedaron los cuerpos de 38.000 almas cuyo sufrimiento y agonía provocaron que, gracias a la gran calidad humana del empresario suizo Jean Henri Dunant, naciese la Cruz Roja Internacional.



Consideraba, con recia ingenuidad, que la muerte en el frente era una consecuencia necesaria de la gloria militar. Hasta el día en que tuvo entre sus manos el primer manual de lecturas de su hijo. Éste acababa de cumplir cinco años y, gracias a la ambición de la madre, gozaba prematuramente de la mano de un profesor particular, de los sinsabores de la escuela. El capitán tomó el libro con indolente curiosidad. Leyó los versos de la oración matutina; era la misma desde hacía muchos lustros, la recordaba bien. Leyó «Las cuatro estaciones», «El zorro y la liebre», «El rey de los animales». Miró en el índice y halló el título de un fragmento escogido que parecía afectarle a él mismo, ya que se titulaba «Francisco José I en la batalla de Solferino». 

Leerlo y tener que sentarse fue todo uno. «En la batalla de Solferino —así se iniciaba el pasaje—, se encontró nuestro rey y emperador Francisco José I en grave peligro.» Trotta salía personalmente en la historia. ¡Pero qué transformado! «El monarca —continuaba la narración—, en el ardor de la lucha, había avanzado tanto hacia el frente que de repente se halló rodeado de jinetes enemigos. Y en tan apurada situación, un joven teniente corrió al galope en ayuda del emperador, montado en un sudoroso alazán y blandiendo el sable. ¡Ah! ¡La de golpes que asestó sobre las cabezas y los pescuezos del enemigo!»Y seguía: «Una lanza atravesó el pecho del joven héroe, pero la mayor parte de los enemigos ya habían sido puestos fuera de combate. Empuñando la daga, el joven e impávido monarca pudo hacer frente fácilmente a los ataques, cada vez más débiles, del enemigo. En aquella ocasión cayó prisionera toda la caballería enemiga. Al joven teniente, cuyo nombre era Joseph, señor de Trotta, le fue concedida la más alta condecoración que nuestra patria otorga a sus héroes: la Orden de María Teresa». El capitán Trotta se retiró con el libro de lecturas en la mano al vergel que había detrás de la casa, donde su mujer solía ocuparse en pequeñas labores en las tardes templadas, y le preguntó, pálidos los labios y con voz muy débil, si conocía aquella infame narración. Ella, sonriendo, le dijo que sí.

La Dama de La Guadaña que tanto protagonismo tiene en la trama protagoniza el bello pasaje en el que Carl Joseph – hijo del capitán Joseph Trotta – acaba dando con sus huesos en el cementerio donde descansan los restos de la que fuera su amada.

Era una tumba nueva, una minúscula colina, una cruz de madera, pequeña, provisional y una corona de violetas de cristal, mojada, que hacía pensar en confiterías y bombones. «Katharina Luise Slama, nacida, fallecida.» Allí debajo estaba ella; los gordos gusanos anillados empezarían a roer complacidos los senos blancos redondos. El teniente cerró los ojos y se quitó la gorra. La lluvia acariciaba con húmeda terneza sus cabellos peinados en raya. No le interesaba la tumba, el cuerpo en putrefacción debajo de este montículo nada tenía que ver con la señora Slama; estaba muerta, muerta, es decir inaccesible, aun cuando estuviera junto a su tumba. Más cerca de él estaba aquel cuerpo, enterrado en su recuerdo, que el cadáver bajo este montón de tierra. Carl Joseph se puso la gorra y miró el reloj. Faltaba todavía media hora. Salió del cementerio.

La melancolía y la nostalgia que se hacen dueñas y señoras del corazón de un hombre cuándo este esta a punto de escribir el último capítulo de su vida hacen acto de presencia por cortesía del Doctor Demant.

De repente sintió nostalgia por la mezquindad de su vida, la asquerosa guarnición, el odiado uniforme, el tedio de las visitas a los enfermos, la fetidez de los soldados desnudos reunidos, las estúpidas vacunas, el olor a fenol de la enfermería, los malos humores de su mujer, la estrechez íntima de su casa, los días grises de la semana, los domingos aburridos, la tortura de tener que montar a caballo, las necias maniobras y su propia tristeza ante tanta vaciedad. Por entre los sollozos y gemidos del teniente salió violentamente la estrepitosa llamada de la tierra, y mientras el doctor Demant buscaba palabras para tranquilizar a Trotta, la compasión hizo desbordar su corazón; ardía el amor en él con la vehemencia abrasadora de mil lenguas de fuego. Lejos quedaba ya la indiferencia en que había pasado los últimos días.

A parte de para lo mencionado anteriormente, Roth se sirve del doctor Demant para dejar patente que en aquellos tiempos los hombres cuyo honor era mancillado por las afiladas e impertinentes palabras de otro no dudaban en exigir que este último, duelo mediante, pagase con sangre por cometer tal ofensa.


En aquel tiempo, antes de la gran guerra, cuando sucedían las cosas que aquí se cuentan, todavía tenía importancia que un hombre viviera o muriera. Cuando alguien desaparecía de la faz de la tierra, no era sustituido inmediatamente por otro, para que se olvidara al muerto, sino que quedaba un vacío donde él antes había estado, y los que habían sido testigos de su muerte callaban en cuanto percibían el hueco que había dejado. Si el fuego había devorado una casa en alguna calle, el lugar del incendio permanecía vacío por mucho tiempo, porque los albañiles trabajaban con lentitud y circunspección, y los vecinos, a los que pasaban casualmente por la calle, recordaban el aspecto y las paredes de la casa desaparecida al ver el solar vacío. ¡Así eran entonces las cosas! Todo cuanto crecía necesitaba mucho tiempo para crecer, y también era necesario mucho tiempo para olvidar todo lo que desaparecía. Pero todo lo que había existido dejaba sus huellas y en aquel tiempo se vivía de los recuerdos de la misma forma que hoy se vive de la capacidad para olvidar rápida y profundamente. Durante mucho tiempo la muerte del comandante médico y del conde de Tattenbach siguió conmoviendo los ánimos de los oficiales y de la tropa del regimiento de ulanos e, incluso, de los mismos paisanos. Se enterró a los muertos de acuerdo con los ritos militares y religiosos de reglamento. Sobre las causas de su muerte los compañeros no soltaron palabra, excepto entre ellos; con todo, fue cundiendo entre la población civil de la pequeña ciudad la idea de que ambos habían sido víctimas del severo código del honor militar. A partir de ese momento, todos los oficiales que habían sobrevivido parecían llevar marcada en el rostro la señal de una muerte próxima y violenta. Para los comerciantes y los obreros de la pequeña ciudad resultaban todavía más extraños aquellos jerarcas forasteros. Los oficiales se movían como adeptos incomprensibles de una deidad remota y cruel, de la cual eran, al mismo tiempo, la víctima propiciatoria en lujoso y multicolor atavío. Al verlos pasar, la gente movía la cabeza en un gesto de incomprensión. Incluso se les compadecía. «Tienen muchas ventajas —reflexionaba la gente—. Pueden pasearse con el sable al puño y gustar a las mujeres. Y el emperador se ocupa personalmente de ellos, como si fueran sus propios hijos. Pero en menos que canta un gallo ya se han ofendido y la cosa hay que lavarla con sangre.»

Aunque los salvajes combates que libraron entre ellos durante La Gran Guerra haga que hoy en día nos parezca imposible lo cierto es que, antes de que fueran liberados Los Perros de La Guerra, los oficiales del zar y los de su católica majestad fueron amigos.

Catorce kilómetros apenas les separaban de la frontera rusa. No era raro que los oficiales rusos del regimiento fronterizo acudieran, en sus largos tabardos grises, con las pesadas charreteras de plata y oro sobre los anchos hombros y las galochas brillantes en las botas, relucientes de betún aunque hiciera mal tiempo. Existía incluso entre las dos guarniciones cierto compañerismo. A veces se iban en pequeños furgones cubiertos al otro lado de la frontera a ver los ejercicios de equitación de los cosacos y a beber aguardiente. Allí, a1 otro lado de la frontera, en la guarnición rusa, los barriles de aguardiente estaban colocados sobre las aceras de madera, bajo la vigilancia de los soldados, con fusil y bayoneta calada, aquellas largas bayonetas triangulares. Al anochecer, hacían rodar los barriles con gran estrépito por las calles llenas de hoyos. A patadas, los cosacos los llevaban hasta el casino ruso, y por el chapaleo del aguardiente contra las paredes de los barriles la gente adivinaba lo que éstos contenían. Los oficiales del zar enseñaban a los oficiales de su católica majestad lo que era la hospitalidad rusa. Y ninguno de los oficiales del zar ni de los de su católica majestad sabía en aquel momento que, por encima de las copas de cristal en que bebían, la muerte se cernía ya con sarmentosas e invisibles manos.

Los cosacos, los fieros guerreros surgidos del frío de Ucrania y que a lo largo de la historia tantas veces se jugaron la vida para defender a La Madre Rusia, son los protagonistas absolutos de un bello pasaje cargado de épica.


Por la gran llanada entre los dos bosques fronterizos, ruso y austríaco, galopaban los destacamentos de los cosacos, vientos uniformados en orden militar, montados en los pequeños y veloces caballos de las estepas, volteando las lanzas sobre sus altos gorros de piel como rayos emergiendo de mangos de madera, unos rayos resplandecientes con graciosas banderolas. Apenas se oían los cascos de los caballos sobre el suelo blando y elástico de los tremedales. La tierra empapada respondía únicamente con un húmedo sollozo al golpeteo alado de los cascos de los caballos. Las hierbas, de un verde profundo, se hundían apenas por un momento. Los cosacos parecían volar por la pradería. Cuando avanzaban por la carretera amarilla, arenosa, se levantaba una gran columna de polvo, clara, dorada, de finos granos; parpadeaba al sol, extendiéndose hasta disolverse y caer lentamente en mil nubes diminutas. Los oficiales austríacos, huéspedes de los rusos, estaban sentados en unas sencillas tribunas de madera sin desbastar. Los movimientos de los jinetes casi eran más rápidos que las miradas de los espectadores. Los cosacos levantaban del suelo, montados en la silla, con sus dientes de caballo, amarillos y fuertes, los pañuelos rojos y azules, a galope tendido; de repente se inclinaban los cuerpos, como si cayeran, por debajo del vientre de los caballos y con las piernas, metidas en las botas relucientes, apretaban aún los flancos de las bestias. Otros tiraban también las lanzas al aire, muy lejos; las armas volvían en remolino, obedientes, al puño levantado de los jinetes, como halcones en la caza regresaban a la mano del señor. Otros saltaban agachados, inclinando el cuerpo horizontalmente sobre el caballo y apretando fraternalmente su boca contra el hocico de la bestia, para pasar por un aro de hierro capaz de abarcar un tonel de mediano tamaño. Los caballos estiraban las patas, al máximo. Levantaban las crines como alas y la cola horizontal como un timón, su cabeza pequeña parecía la esbelta proa de una lancha velocísima. Otros cosacos saltaban por encima de una veintena de barriles de cerveza puestos en el suelo, uno detrás de otro. Relinchaban entonces los caballos antes de saltar. De la lejanía inmensa llegaba el jinete, al principio era sólo un punto gris insignificante, que iba creciendo a una velocidad loca hasta convertirse en una línea, en un cuerpo, un jinete, un ave mitológica gigantesca, mezcla de hombre y caballo, cíclope alado, para detenerse, si el salto salía bien, a cien pasos de los barriles, férreo, como una escultura, un monumento de sustancia inerte. Otros más disparaban, mientras desaparecían a galope tendido —los jinetes parecían proyectiles—, tiraban sobre dianas que transportaban otros jinetes: los tiradores galopaban, disparaban y daban en el blanco. A veces caían del caballo. Los compañeros que llegaban detrás saltaban raudos sobre el caído, sin que un solo casco rozara sus cuerpos. Seguros jinetes galopaban junto a otro caballo y, durante la carrera, saltaban a él para volver después al primero, caían otra vez de repente sobre el caballo de reserva y, finalmente, aguantándose con una mano sobre cada silla, con las piernas bailando entre las dos bestias, se detenían de golpe junto a la meta, frenando ambos caballos, parados allí, inmóviles como corceles de bronce.

Las aceradas y contundentes palabras de Chojnicki, un veterano procurador en Cortes, son el vehículo utilizado por Roth para plasmar como el Imperio astro - hungaro poco a poco se hundió en el abismo.

Chojnicki solía decir que el emperador era un anciano atolondrado, el gobierno un atajo de inútiles, las Cortes una asamblea de idiotas crédulos dados al patetismo y que las autoridades eran sobornables, cobardes y perezosas. Los austríacos de lengua alemana sólo sabían, en opinión de Chojnicki, bailar el vals y cantar el cuplé de moda, los húngaros apestaban, los checos eran limpiabotas natos, los rutenos unos rusos encubiertos y traidores, los croatas y eslovenos sólo servían para hacer escobas y tostar castañas, y los polacos, entre los cuales se contaba él mismo, eran buenos solamente para dar coba y hacer de peluqueros o de fotógrafos de moda.

A su vuelta de Viena y de las otras ciudades del gran mundo por donde se expansionaba a su gusto, solía soltar un discurso agorero en el que más o menos decía: «Este imperio se va a pique. En cuanto cierre los ojos el emperador saltaremos en cien pedazos. Los Balcanes serán más poderosos que nosotros mismos. Todos los pueblos querrán erigir sus pequeños estaditos de mierda y hasta los judíos proclamarán un rey en Palestina. Viena está que apesta con el sudor de los demócratas; cuando paso por la Ringstrasse casi no puedo resistir el mal olor. Los obreros tienen banderas rojas y no quieren trabajar. El alcalde de Viena es un conserje santurrón. Los curas ya están liados con el pueblo; en las iglesias se hacen los sermones en checo. Las comedias que se representan en el Burgtheater son puras cochinadas judías y cada semana nombran barón a un fabricante de retretes húngaro. Os digo, señores míos, que si no se dispara ahora, la cosa se acaba. Nosotros todavía lo veremos.

Nosotros somos los últimos de un mundo en el que Dios todavía concedía su gracia a las majestades y en el que los locos como yo fabricaban oro. ¡Oiga usted! ¡Vea usted! —Chojnicki se levantó y se fue a la puerta, dio vuelta al interruptor y en la gran araña del techo se encendieron las bombillas—. ¡Vea usted! Estamos en la época de la electricidad y no de la alquimia. Pero sí de la química, ¿entiende? ¿Sabe usted cómo se llama esto? Nitroglicerina —y repitió—, ya no es oro. En el palacio de Francisco José suelen arder todavía las velas. ¿Se da usted cuenta? ¡La nitroglicerina y la electricidad nos destruirán! Y ya no falta mucho, no falta mucho.

Las palabras del doctor Skowronnek, otro personaje de gran importancia en el desarrollo de la trama, sintetizan de formar magistral la decadencia de la sociedad.

Ni el emperador es hoy en día responsable de su monarquía. Sí, parece que incluso Dios no quiera ser responsable de este mundo. Antes las cosas eran más fáciles. Todo estaba asegurado. Cada piedra estaba en su sitio. Los caminos de la vida estaban bien empedrados. Los techos seguros se apoyaban sobre los muros de las casas. Pero hoy en día, señor jefe de distrito, las piedras de los caminos están puestas de cualquier manera, formando a veces peligrosos montones, y los techos tienen goteras y la lluvia penetra en las casas y cada uno tiene que saber por qué camino quiere ir y en qué casa va a vivir.

Con objeto de dejarle claro que por muy mal que vayan las cosas siempre hay lugar para El Amor, Roth se apiada de Carl Joseph Trotta poniendo en su camino a la señora de Taussig, una mujer madura que, sin lugar a dudas, protagoniza el momento mas conmovedor de la novela.

La señora de Taussig le esperaba en la estación del norte en el andén. Veinte años antes —ella pensaba que eran quince, porque durante tantos años había ocultado tanto su propia edad que al final se había convencido de que éstos acababan por detenerse y no llegaban al final— había esperado también en la estación del norte a un teniente, ciertamente de caballería. Ella se precipitaba al andén como en un baño rejuvenecedor. Desaparecía en el olor acre del humo del carbón, en los silbidos y vaharadas de las locomotoras que maniobraban, en el estrépito de las señales.Llevaba un corto velo de viaje. Se imaginaba que había estado de moda quince años antes. Pero de eso hacía no ya veinte años, sino veinticinco. Le gustaba esperar en el andén. Le gustaba el momento en que el convoy entraba en la estación y veía en la ventanilla el ridículo sombrerito verde oscuro de Trotta y descubría su rostro querido, indeciso, joven. Porque le hacía más joven de lo que era a Carl Joseph, como se hacía también más joven a sí misma, y también lo tenía por más inocente e indeciso, al igual que a sí misma. En el momento en que el teniente se apeaba del estribo, sus brazos se abrían como hacía veinte o quince años. De su rostro emergían los rostros rosados y sin arrugas de veinte o quince años antes, un rostro de muchacha, lindo, dulzón y algo sofocado. En su cuello, en el que se hundían ahora dos profundas arrugas paralelas, llevaba una infantil cadenilla de oro, la misma que veinte o quince años antes había constituido su único adorno. También como veinte o quince años antes se fue con el teniente a uno de esos hotelitos donde florece el amor escondido, en camas pagadas, pobres, que chirriaban, deliciosos paraísos. Empezaban los paseos.

Aquellos cuartos de hora para el amor en el follaje reciente de los bosques vieneses, la breve y repentina agitación de la sangre. Las noches en la roja penumbra de los palcos de la ópera, detrás de las cortinas extendidas. Las caricias, bien conocidas y sin embargo sorprendentes, que la carne desprevenida espera a pesar de su experiencia. El oído conocía la música tantas veces oída, pero los ojos recordaban sólo breves fragmentos. Porque la señora de Taussig permanecía siempre en la ópera detrás de las cortinas extendidas o con los ojos cerrados. Frescas y a la vez cálidas recibía las caricias en su piel, caricias nacidas de la música, que la orquesta confiaba al mismo tiempo a las manos del varón, caricias que eran como íntimas hermanas eternamente jóvenes, regalos muchas veces recibidos, pero siempre olvidados y en los que acaso finalmente sólo se cree haber soñado. Se abrían los apacibles restaurantes. Empezaban los tranquilos ágapes nocturnos, en rincones donde se diría que el vino que bebían crecía también allí, madurando al amor que brillaba eternamente en la oscuridad. Llegaba la despedida, un último abrazo por la tarde, acompañado por el constante tic-tac admonitorio del reloj de bolsillo, situado sobre la mesilla de noche, y palpitando ya ante la alegría del próximo encuentro; la prisa por coger el tren y el último beso en el estribo, y la esperanza, abandonada en el último momento, de marcharse también.

Para dejar claro que en el campo de batalla – a diferencia de lo defendido por las soflamas militaristas – la mayoría de las muertes son muy sencillas y totalmente inadecuada para su inclusión en los libros de historia Roth con la tinta negra de su pluma cincelo en el folio la siguiente hazaña bélica.

Le dieron dos cubos de lona impermeabilizada de la sección de ametralladoras. Tomó los dos, uno en cada mano. Subió por la cuesta, hacia el pozo. Las balas silbaban a su alrededor, caían a sus pies, pasaban rozando sus orejas, junto a sus piernas y su cabeza. Se inclinó sobre el pozo. Vio al otro lado, más allá de la pendiente, las dos hileras de cosacos disparando. No tenía miedo: No pensó que podían darle igual que a los otros. Oía los disparos que todavía no habían llegado y al mismo tiempo los primeros redobles de la marcha de Radetzky. Se encontraba en el balcón de la casa paterna. Abajo tocaba la banda militar. Nechwal levantaba la negra batuta de ébano con el pomo de plata. Trotta hundía el segundo cubo en el pozo. Sonaban en ese momento los platillos: Sacaba el cubo del pozo. Con un cubo rebosante en cada mano, con las balas zumbando a su alrededor, avanzó con el pie izquierdo para descender. Dio dos pasos. Ya sólo sobresalía la cabeza del terraplén. En ese momento una bala dio en su cráneo. Avanzó un poco más y cayó. Los cubos llenos se balancearon, cayeron y se le vertieron encima. Sangre caliente fluía de su cabeza hacia la fría tierra de la pendiente. Desde abajo los campesinos ucranianos de su compañía gritaron en coro:

— ¡Bendito sea el nombre del Señor!

«Y eternamente lo sea», quiso decir Trotta. Eran las únicas palabras que sabía decir en ruteno. Pero sus labios ya no se movieron más. Su boca quedó abierta. Los dientes blancos miraban el cielo azul. La lengua se le fue poniendo azul, sintió que su cuerpo se enfriaba. Después murió.

Llegado el final, la bayoneta de la emoción se clava en nuestro corazón al leer los párrafos que muestran el terrible dolor que embarga a los padres que en tiempos de guerra se ven obligados a dar sepultura a los hijos que deberían enterrarlos a ellos.

Soñaba a veces con su hijo. El teniente Trotta se hallaba delante de su padre, tenía la gorra de oficial llena de agua. «¡Bebe, papá, tienes sed!», le decía. Este sueño se repetía una y otra vez. Finalmente, el jefe de distrito consiguió llamar cada noche a su hijo, y bastantes noches Carl Joseph incluso acudió varias veces. En consecuencia, el señor de Trotta deseaba cada vez más que anocheciera; el día le desasosegaba. Cuando llegó la primavera y se hicieron más largos los días, el jefe de distrito oscureció su habitación por la mañana y por la tarde, para prolongar así artificialmente sus noches. No cesaba de temblarle la cabeza. Él y todos los demás se fueron acostumbrando al temblor constante de su cabeza.

El jefe de distrito veía pasar a su lado personas con rostros de locura y horrorosas contorsiones de las extremidades, pero para el jefe de distrito la locura no era nada horroroso, a pesar de que era la primera vez que se encontraba en un manicomio. Únicamente la muerte era algo espantoso. «¡Qué lástima! —pensaba el señor de Trotta—. Si Carl Joseph se hubiese vuelto loco en vez de morir en la guerra, ya me habría preocupado yo de volverle a su sano juicio. Y si no hubiese podido hacerlo habría ido a visitarle cada día.

Quizás hubiese retorcido el brazo de manera tan horrorosa como ese teniente que ahora pasa. Pero habría sido su brazo; y también se puede acariciar un brazo por muy deforme que esté. También se pueden contemplar los ojos torcidos. Lo único que importa es que sean los ojos de mi hijo. Dichosos los padres que tienen los hijos locos.»

En resumen, una extraordinaria novela que deja claro que vivir se reduce a marchar o morir.

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