Si bien el hecho de que Paul Bruce Dickinson sea un hombre del renacimiento que tiene una Licenciatura en Historia por la Universidad de Londres, práctica esgrima, pilota aviones, dirige una empresa de mantenimiento de aeronaves, y, sobre todo y ante todo, es el front – man de IRON MAIDEN es motivo más que suficiente para que, además de beber una cerveza “Trooper” en su honor, le tenga un profundo respeto lo cierto es que el que esto escribe tiene que reconocer que mancillo su figura…
Y es que inspirado en el apellido del de Nottinghamshire un servidor bautizo como “Dicky” al peluche oriundo de la juguetería Wagner & Raschka que el 15 de Diciembre de 2012, con motivo del cumpleaños de «La admiradora del autor de “El perro del hortelano”» acabo en los brazos de esta última junto a “La elegancia del erizo”, novela esta que llego desde España por cortesía de la hermana de la mencionada dama, y que el que esto escribe, dejando de sus lados sus prejuicios, leyó con sumo agrado.
Y es que aunque en la segunda novela de Muriel Barbery (Casablanca, Marruecos, 28 de mayo de 1969) no hagan acto de presencia guerreros que entre la sangre, la muerte, los gritos y el dolor se sienten bien, el admirador del Boina Verde veterano de la guerra de Vietnam que llama Hogar a lo que el resto de la humanidad llamaría Infierno cayo rendido ante los entrañables personajes que la pueblan, personajes estos con los que la autora da voz a esa infantería que cada día que amanece libra encarnizados combates en ese campo de batalla que es La Vida.
Tengo cincuenta y cuatro años. Soy viuda, bajita, fea, rechoncha, tengo callos en los pies y también, a juzgar por ciertas mañanas que a mí misma me incomodan, un aliento que tumba de espaldas. No tengo estudios, siempre he sido pobre, discreta e insignificante. Vivo sola con mi gato, un animal grueso y perezoso, cuya única característica notable es que le huelen las patas cuando está disgustado. Ni uno ni otro nos esforzamos apenas por integrarnos en el círculo de nuestros semejantes. Como rara vez soy amable, aunque siempre cortés, no se me quiere, si bien pese a todo se me tolera porque correspondo tan bien a lo que la creencia social ha aglutinado como paradigma de la portera de finca, que soy uno de los múltiples engranajes que hacen girar la gran ilusión universal según la cual la vida tiene un sentido que se puede descifrar fácilmente.
Esta descripción tan poco complaciente es la que hace de si misma Renée Michel, la mujer que desde hace veintisiete es la portera del número 7 de la calle Grenelle (Paris), un bonito palacete con patio y jardín interiores, dividido en ocho pisos de lujo habitados por miembros de la alta sociedad francesa que jamás pensarían que ella no encaja con lo establecido, con ese tópico grabado en letras de fuego en el frontón del mismo firmamento que afirma que las porteras deben ser viejas, feas y ariscas y tener gruesos gatos veleidosos que se pasan el día dormitando sobre cojines cubiertos con fundas de crochet.
Y es que gracias a la incapacidad que tienen los seres de dar crédito a todo aquello que hace añicos los marcos que compartimentan sus mezquinos hábitos mentales, el personaje que en la adaptación cinematográfica de la novela fue encarnado por la veterana actriz Josiane Balasko puede leer La ideología alemana sin temer que su interes por elevar su espíritu provoque que “los burgueses” la consideren un ser subversivo que, animado por las palabras de Karl Marx, ha vendido su alma a un diablo llamado CGT (Conferencia General del Trabajo).
Odio esta falsa lucidez de la edad madura. La verdad es que son como todos los demás: chiquillos que no entienden qué les ha ocurrido y que van de duros cuando en realidad tienen ganas de llorar.
Sin embargo, es fácil de comprender. El problema está en que los hijos se creen lo que dicen los adultos y, una vez adultos a su vez, se vengan engañando a sus propios hijos. «La vida tiene un sentido que los adultos conocen» es la mentira universal que todos creen por obligación. Cuando, una vez adulto, uno comprende que no es cierto, ya es demasiado tarde. El misterio permanece intacto, pero hace tiempo que se ha malgastado en actividades estúpidas toda la energía disponible. Ya no le queda a uno más que anestesiarse como puede tratando de enmascarar el hecho de que no le encuentra ningún sentido a la vida, y engaña a sus propios hijos para intentar convencerse mejor a sí mismo.
Aunque parezca mentira, estas cínicas palabras con las que de forma despiadada se describe “la edad madura” son obra de Paloma, la hija menor del matrimonio Josse que dado que esta convencida de que no podrá resistir hasta el final esa farsa que es La Vida, llegado el 16 de junio, día de su decimotercer cumpleaños, tiene la firme intención de suicidarse tras prender fuego a su casa utilizando pastillas de barbacoa.
Una vez presentadas “la portera misteriosa” y “la inquilina suicida”, la autora, a lo largo de las 368 páginas de las que consta la novela, da voz a estas para que expresen sus opiniones sobre lo divino y lo humano.
De esta forma la benjamina de esta extraña pareja, haciendo gala de un pensamiento reflexivo impropio de su edad, pontifica sobre lo que para ella es La Vida.
Yo en cambio hace tiempo que aprendí que la vida se pasa volando, mirando a los adultos a mi alrededor, tan apresurados siempre, tan agobiados porque se les va a cumplir el plazo, tan ávidos del ahora para no pensar en el mañana... Pero si se teme el mañana es porque no se sabe construir el presente, y cuando no se sabe construir el presente, uno se dice a sí mismo que podrá hacerlo mañana y entonces ya está perdido porque el mañana siempre termina por convertirse en hoy, ¿lo entendéis?
Pero yo, en cambio, no veo nada chocante ni subido de tono en el vuelo nupcial de las abejas reina ni en el destino de los zánganos porque me siento profundamente semejante a todos estos animales, aunque mis costumbres difieran de las suyas. Vivir, alimentarse, reproducirse, llevar a cabo la tarea para la cual uno ha nacido y morir: no tiene ningún sentido, es cierto, pero así son las cosas. Qué arrogancia esta de los hombres que piensan que pueden forzar la naturaleza, escapar a su destino de insignificancias biológicas... Y qué ceguera tienen también con respecto a la crueldad o la violencia de sus propias maneras de vivir, de amar, de reproducirse y de hacer la guerra a sus semejantes...
Yo en cambio pienso que sólo se puede hacer una cosa: dar con la tarea para la cual hemos nacido y llevarla a cabo como mejor podamos, con todas nuestras fuerzas, sin buscarle tres pies al gato y sin creer que nuestra naturaleza animal tiene algo de divino. Sólo así tendremos el sentimiento de estar haciendo algo constructivo en el momento en que venga a buscarnos la muerte. La libertad, la decisión, la voluntad, todo eso no son más que quimeras. Creemos que podemos hacer miel sin compartir el destino de las abejas; pero también nosotros no somos sino pobres abejas destinadas a llevar a cabo su tarea para después morir.
Por su parte, Renée, a parte de abrirnos su corazón nos da su impresión sobre lo que lee en su “guarida”, el lugar que para ella es la trinchera en la que se esconde de la guerra a la que todos nos enfrentamos cada día al atravesar el pasillo que nos lleva hasta las calles.
¿Qué guerra es esta que combatimos, seguros de nuestra derrota? Aurora tras aurora, extenuados ya de todas las batallas que aún están por venir, nos acompaña el espanto del día a día, ese pasillo sin fin que, en las horas postreras, será nuestro destino por haberlo recorrido tantas veces. Sí, ángel mío, así es el día a día: tedioso, vacío y anegado en desdicha. Las calles del infierno no le son en nada ajenas; uno acaba allí un buen día por haber permanecido en ese pasillo demasiado tiempo. De un pasillo a las calles: entonces acontece la caída, sin sacudidas ni sorpresas. Cada día, volvemos a experimentar la tristeza del pasillo y, paso tras paso, seguimos el camino de nuestra lúgubre condena.
En los momentos en los que ya no le es posible ignorar que Dios ha perecido, es cuando, a parte de escuchar a Eminem, la lectura de novelas, tratados políticos o manuales de formación la llenan de goza y despiertan su espíritu critico.
La lengua, esta riqueza del hombre, y sus usos, esta elaboración de la comunidad social, son obras sagradas. Que evolucionen con el tiempo, se transformen, se olviden y renazcan mientras, a veces, su trasgresión se convierte en fuente de una mayor fecundidad, no altera en nada el hecho de que, para tomarse con ellas el derecho al juego y al cambio, antes hay que haberles declarado pleno sometimiento. Los elegidos de la sociedad, aquellos a los que el hado exceptúa de esas servidumbres que son el sino del hombre pobre, tienen por ello la doble misión de venerar y respetar el esplendor de la lengua. Por último, que una Sabine Pallières haga mal uso de la puntuación es una blasfemia tanto más grave cuanto que, al mismo tiempo, poetas soberbios nacidos en hediondos carromatos o en chabolas nauseabundas tienen por la Belleza la santa reverencia que le es debida.
A los ricos, el deber de lo Bello. Si no, merecen morir.
Tal como podrá comprobar el lector, mientras que en el cerebro de Renée se agolpan elevados pensamientos, en su corazón reposa el recuerdo de los momentos vividos junto a Lucien, el hombre cuya muerte le da pie para conmover al lector.
Dado que éramos porteros, parecía darse por hecho que la muerte era para nosotros una evidencia en el curso de las cosas, mientras que, para aquellos a los que la fortuna había sonreído, habría revestido el hábito de la injusticia y el drama. Un portero que se extingue es un ligero hueco en el transcurso de la vida cotidiana, una certeza biológica que no lleva asociada ninguna tragedia y, para los propietarios que se cruzaban con él todos los días en la escalera o ante la portería, Lucien era una no existencia que volvía a una nada que nunca había abandonado, un animal que, porque vivía una semivida, sin fasto ni artificios, en el momento de la muerte sin duda debía experimentar sólo una semirrebelión. El hecho de que, como todo el mundo, pudiéramos vivir un infierno y que, con el corazón encogido de rabia a medida que el sufrimiento arrasaba nuestra existencia, acabáramos de descomponernos, en el tumulto del temor y del horror que la muerte a todos inspira, no se le pasaba siquiera por la mente a nadie en aquel lugar.
En el calor de la sala, al borde del llanto, feliz como nunca me había sentido, sostuve su mano tibia por primera vez desde hacía meses. Sabía que una oleada inesperada de energía lo había hecho levantarse de la cama, le había dado la fuerza de vestirse, la sed de salir, el deseo de que una vez más compartiéramos ese placer conyugal, y sabía también que era la señal de que quedaba poco tiempo, era el estado de gracia que precede al final, pero no me importaba y sólo quería disfrutar de aquello, de esos instantes que le robábamos al yugo de la enfermedad, de su mano tibia en la mía y de las vibraciones de placer que nos recorrían a ambos porque, a Dios gracias, era una película cuyo sabor podíamos compartir.
Sin lugar a dudas la lectura de este último párrafo provocará que muchos se conmuevan viendo “La caza del octubre rojo”, la película del último abrazo de Lucien y Renée.
Quien quiera comprender el arte del relato no tiene más que verla; cabe preguntarse por qué la Universidad se empeña en enseñar los principios narrativos a golpe de Propp, Greimas u otros castigos en lugar de invertir en una sala de proyección. Primicias, intriga, actantes, peripecias, búsqueda, protagonistas y otros coadyuvantes: basta un Sean Connery en uniforme de oficial de submarino ruso y varios portaaviones bien situados.
Con objeto de enriquecer ese pequeño universo en el que nadie es lo que parece Barbery introduce a una serie de personajes secundarios.
Cabe destacar en este punto a Manuela una asistenta portuguesa que trabaja en casa de uno de los inquilinos del edificio y que, tal como expone Rénee, su mejor amiga y confidente, gracias a su sabiduría y estilo deja claro que, por muy sorprendente que resulte a ojos de la clasista sociedad francesa, “Las que tienen que servir” también son señoras de los pies a la cabeza.
Manuela es para el de la asistenta portuguesa pura deslealtad. Pues la hija de Faro, nacida bajo una higuera tras siete retoños y antes de otros seis, enviada a trabajar al campo desde su más tierna infancia y al poco casada con un albañil pronto expatriado, madre de cuatro hijos franceses por derecho de suelo pero portugueses por consideración social, la hija de Faro pues, con medias negras y pañuelo en la cabeza incluidos, es una aristócrata, una de verdad, una bien grande, de las que no se prestan a discusión porque, aun llevando el sello en el mismo corazón, desdeña toda etiqueta y todo abolengo. ¿Qué es una aristócrata? Una mujer a la que la vulgaridad no alcanza pese a acecharla por todas partes.
Si importante es el papel que juega Manuela en la existencia de Renée más lo será el de Kakuro Ozu, un maduro hombre de negocios japonés que siguiendo la senda del samuria llega hasta el número 7 de la calle Grenelle, allí donde quedara fascinado por “la portera” cuyo gato se llama León en honor del autor de "Ana Karenina", novela esta que empieza con la frase “Todas las familias felices se parecen; las familias desdichadas lo son cada una a su manera”, la cual no debería estremecer a Rénee puesto que pues si bien las personas humildes son sensibles sin conocerla a la gran literatura, no pueden aspirar a la alta consideración en la que la tienen las personas instruidas.
Sin lugar a dudas, la entrada en escena de ese hombre emocionará al lector puesto que gracias a él recuperará la alegría y la ilusión la admiradora de la filmografía de Riddley Scott.
Porque si no han visto Black Rain —o, en su defecto, Blade Runner—, les será difícil comprender por qué, al entrar en el restaurante, tengo la sensación de adentrarme en una película de Riddley Scott. En Blade Runner hay una escena, en el bar de la mujer serpiente, desde el cual Deckard llama a Rachel por un videófono de pared.
También está el bar de alterne de Black Rain, con el cabello rubio y la espalda desnuda de Kate Capshaw. Y están esos planos con luz de vidriera y claridad de catedral rodeados por toda la penumbra de los infiernos.
En resumen esta novela que muy justamente vendió más de un millón de ejemplares vendidos y ha sido traducida a numerosos idiomas es una lectura obligada para todos aquellos que quieran constatar que este Mundo Salvaje en el que nos ha tocado vivir caminando por caminos cubiertos de espinas tan afiladas como las puas de un erizo es mucho más soportable gracias a la gran belleza de las pequeñas cosas.
Tengo cincuenta y cuatro años. Soy viuda, bajita, fea, rechoncha, tengo callos en los pies y también, a juzgar por ciertas mañanas que a mí misma me incomodan, un aliento que tumba de espaldas. No tengo estudios, siempre he sido pobre, discreta e insignificante. Vivo sola con mi gato, un animal grueso y perezoso, cuya única característica notable es que le huelen las patas cuando está disgustado. Ni uno ni otro nos esforzamos apenas por integrarnos en el círculo de nuestros semejantes. Como rara vez soy amable, aunque siempre cortés, no se me quiere, si bien pese a todo se me tolera porque correspondo tan bien a lo que la creencia social ha aglutinado como paradigma de la portera de finca, que soy uno de los múltiples engranajes que hacen girar la gran ilusión universal según la cual la vida tiene un sentido que se puede descifrar fácilmente.
Esta descripción tan poco complaciente es la que hace de si misma Renée Michel, la mujer que desde hace veintisiete es la portera del número 7 de la calle Grenelle (Paris), un bonito palacete con patio y jardín interiores, dividido en ocho pisos de lujo habitados por miembros de la alta sociedad francesa que jamás pensarían que ella no encaja con lo establecido, con ese tópico grabado en letras de fuego en el frontón del mismo firmamento que afirma que las porteras deben ser viejas, feas y ariscas y tener gruesos gatos veleidosos que se pasan el día dormitando sobre cojines cubiertos con fundas de crochet.
Y es que gracias a la incapacidad que tienen los seres de dar crédito a todo aquello que hace añicos los marcos que compartimentan sus mezquinos hábitos mentales, el personaje que en la adaptación cinematográfica de la novela fue encarnado por la veterana actriz Josiane Balasko puede leer La ideología alemana sin temer que su interes por elevar su espíritu provoque que “los burgueses” la consideren un ser subversivo que, animado por las palabras de Karl Marx, ha vendido su alma a un diablo llamado CGT (Conferencia General del Trabajo).
Odio esta falsa lucidez de la edad madura. La verdad es que son como todos los demás: chiquillos que no entienden qué les ha ocurrido y que van de duros cuando en realidad tienen ganas de llorar.
Sin embargo, es fácil de comprender. El problema está en que los hijos se creen lo que dicen los adultos y, una vez adultos a su vez, se vengan engañando a sus propios hijos. «La vida tiene un sentido que los adultos conocen» es la mentira universal que todos creen por obligación. Cuando, una vez adulto, uno comprende que no es cierto, ya es demasiado tarde. El misterio permanece intacto, pero hace tiempo que se ha malgastado en actividades estúpidas toda la energía disponible. Ya no le queda a uno más que anestesiarse como puede tratando de enmascarar el hecho de que no le encuentra ningún sentido a la vida, y engaña a sus propios hijos para intentar convencerse mejor a sí mismo.
Aunque parezca mentira, estas cínicas palabras con las que de forma despiadada se describe “la edad madura” son obra de Paloma, la hija menor del matrimonio Josse que dado que esta convencida de que no podrá resistir hasta el final esa farsa que es La Vida, llegado el 16 de junio, día de su decimotercer cumpleaños, tiene la firme intención de suicidarse tras prender fuego a su casa utilizando pastillas de barbacoa.
Una vez presentadas “la portera misteriosa” y “la inquilina suicida”, la autora, a lo largo de las 368 páginas de las que consta la novela, da voz a estas para que expresen sus opiniones sobre lo divino y lo humano.
De esta forma la benjamina de esta extraña pareja, haciendo gala de un pensamiento reflexivo impropio de su edad, pontifica sobre lo que para ella es La Vida.
Yo en cambio hace tiempo que aprendí que la vida se pasa volando, mirando a los adultos a mi alrededor, tan apresurados siempre, tan agobiados porque se les va a cumplir el plazo, tan ávidos del ahora para no pensar en el mañana... Pero si se teme el mañana es porque no se sabe construir el presente, y cuando no se sabe construir el presente, uno se dice a sí mismo que podrá hacerlo mañana y entonces ya está perdido porque el mañana siempre termina por convertirse en hoy, ¿lo entendéis?
Pero yo, en cambio, no veo nada chocante ni subido de tono en el vuelo nupcial de las abejas reina ni en el destino de los zánganos porque me siento profundamente semejante a todos estos animales, aunque mis costumbres difieran de las suyas. Vivir, alimentarse, reproducirse, llevar a cabo la tarea para la cual uno ha nacido y morir: no tiene ningún sentido, es cierto, pero así son las cosas. Qué arrogancia esta de los hombres que piensan que pueden forzar la naturaleza, escapar a su destino de insignificancias biológicas... Y qué ceguera tienen también con respecto a la crueldad o la violencia de sus propias maneras de vivir, de amar, de reproducirse y de hacer la guerra a sus semejantes...
Yo en cambio pienso que sólo se puede hacer una cosa: dar con la tarea para la cual hemos nacido y llevarla a cabo como mejor podamos, con todas nuestras fuerzas, sin buscarle tres pies al gato y sin creer que nuestra naturaleza animal tiene algo de divino. Sólo así tendremos el sentimiento de estar haciendo algo constructivo en el momento en que venga a buscarnos la muerte. La libertad, la decisión, la voluntad, todo eso no son más que quimeras. Creemos que podemos hacer miel sin compartir el destino de las abejas; pero también nosotros no somos sino pobres abejas destinadas a llevar a cabo su tarea para después morir.
Por su parte, Renée, a parte de abrirnos su corazón nos da su impresión sobre lo que lee en su “guarida”, el lugar que para ella es la trinchera en la que se esconde de la guerra a la que todos nos enfrentamos cada día al atravesar el pasillo que nos lleva hasta las calles.
¿Qué guerra es esta que combatimos, seguros de nuestra derrota? Aurora tras aurora, extenuados ya de todas las batallas que aún están por venir, nos acompaña el espanto del día a día, ese pasillo sin fin que, en las horas postreras, será nuestro destino por haberlo recorrido tantas veces. Sí, ángel mío, así es el día a día: tedioso, vacío y anegado en desdicha. Las calles del infierno no le son en nada ajenas; uno acaba allí un buen día por haber permanecido en ese pasillo demasiado tiempo. De un pasillo a las calles: entonces acontece la caída, sin sacudidas ni sorpresas. Cada día, volvemos a experimentar la tristeza del pasillo y, paso tras paso, seguimos el camino de nuestra lúgubre condena.
En los momentos en los que ya no le es posible ignorar que Dios ha perecido, es cuando, a parte de escuchar a Eminem, la lectura de novelas, tratados políticos o manuales de formación la llenan de goza y despiertan su espíritu critico.
La lengua, esta riqueza del hombre, y sus usos, esta elaboración de la comunidad social, son obras sagradas. Que evolucionen con el tiempo, se transformen, se olviden y renazcan mientras, a veces, su trasgresión se convierte en fuente de una mayor fecundidad, no altera en nada el hecho de que, para tomarse con ellas el derecho al juego y al cambio, antes hay que haberles declarado pleno sometimiento. Los elegidos de la sociedad, aquellos a los que el hado exceptúa de esas servidumbres que son el sino del hombre pobre, tienen por ello la doble misión de venerar y respetar el esplendor de la lengua. Por último, que una Sabine Pallières haga mal uso de la puntuación es una blasfemia tanto más grave cuanto que, al mismo tiempo, poetas soberbios nacidos en hediondos carromatos o en chabolas nauseabundas tienen por la Belleza la santa reverencia que le es debida.
A los ricos, el deber de lo Bello. Si no, merecen morir.
Tal como podrá comprobar el lector, mientras que en el cerebro de Renée se agolpan elevados pensamientos, en su corazón reposa el recuerdo de los momentos vividos junto a Lucien, el hombre cuya muerte le da pie para conmover al lector.
Dado que éramos porteros, parecía darse por hecho que la muerte era para nosotros una evidencia en el curso de las cosas, mientras que, para aquellos a los que la fortuna había sonreído, habría revestido el hábito de la injusticia y el drama. Un portero que se extingue es un ligero hueco en el transcurso de la vida cotidiana, una certeza biológica que no lleva asociada ninguna tragedia y, para los propietarios que se cruzaban con él todos los días en la escalera o ante la portería, Lucien era una no existencia que volvía a una nada que nunca había abandonado, un animal que, porque vivía una semivida, sin fasto ni artificios, en el momento de la muerte sin duda debía experimentar sólo una semirrebelión. El hecho de que, como todo el mundo, pudiéramos vivir un infierno y que, con el corazón encogido de rabia a medida que el sufrimiento arrasaba nuestra existencia, acabáramos de descomponernos, en el tumulto del temor y del horror que la muerte a todos inspira, no se le pasaba siquiera por la mente a nadie en aquel lugar.
En el calor de la sala, al borde del llanto, feliz como nunca me había sentido, sostuve su mano tibia por primera vez desde hacía meses. Sabía que una oleada inesperada de energía lo había hecho levantarse de la cama, le había dado la fuerza de vestirse, la sed de salir, el deseo de que una vez más compartiéramos ese placer conyugal, y sabía también que era la señal de que quedaba poco tiempo, era el estado de gracia que precede al final, pero no me importaba y sólo quería disfrutar de aquello, de esos instantes que le robábamos al yugo de la enfermedad, de su mano tibia en la mía y de las vibraciones de placer que nos recorrían a ambos porque, a Dios gracias, era una película cuyo sabor podíamos compartir.
Sin lugar a dudas la lectura de este último párrafo provocará que muchos se conmuevan viendo “La caza del octubre rojo”, la película del último abrazo de Lucien y Renée.
Quien quiera comprender el arte del relato no tiene más que verla; cabe preguntarse por qué la Universidad se empeña en enseñar los principios narrativos a golpe de Propp, Greimas u otros castigos en lugar de invertir en una sala de proyección. Primicias, intriga, actantes, peripecias, búsqueda, protagonistas y otros coadyuvantes: basta un Sean Connery en uniforme de oficial de submarino ruso y varios portaaviones bien situados.
Con objeto de enriquecer ese pequeño universo en el que nadie es lo que parece Barbery introduce a una serie de personajes secundarios.
Cabe destacar en este punto a Manuela una asistenta portuguesa que trabaja en casa de uno de los inquilinos del edificio y que, tal como expone Rénee, su mejor amiga y confidente, gracias a su sabiduría y estilo deja claro que, por muy sorprendente que resulte a ojos de la clasista sociedad francesa, “Las que tienen que servir” también son señoras de los pies a la cabeza.
Manuela es para el de la asistenta portuguesa pura deslealtad. Pues la hija de Faro, nacida bajo una higuera tras siete retoños y antes de otros seis, enviada a trabajar al campo desde su más tierna infancia y al poco casada con un albañil pronto expatriado, madre de cuatro hijos franceses por derecho de suelo pero portugueses por consideración social, la hija de Faro pues, con medias negras y pañuelo en la cabeza incluidos, es una aristócrata, una de verdad, una bien grande, de las que no se prestan a discusión porque, aun llevando el sello en el mismo corazón, desdeña toda etiqueta y todo abolengo. ¿Qué es una aristócrata? Una mujer a la que la vulgaridad no alcanza pese a acecharla por todas partes.
Si importante es el papel que juega Manuela en la existencia de Renée más lo será el de Kakuro Ozu, un maduro hombre de negocios japonés que siguiendo la senda del samuria llega hasta el número 7 de la calle Grenelle, allí donde quedara fascinado por “la portera” cuyo gato se llama León en honor del autor de "Ana Karenina", novela esta que empieza con la frase “Todas las familias felices se parecen; las familias desdichadas lo son cada una a su manera”, la cual no debería estremecer a Rénee puesto que pues si bien las personas humildes son sensibles sin conocerla a la gran literatura, no pueden aspirar a la alta consideración en la que la tienen las personas instruidas.
Sin lugar a dudas, la entrada en escena de ese hombre emocionará al lector puesto que gracias a él recuperará la alegría y la ilusión la admiradora de la filmografía de Riddley Scott.
Porque si no han visto Black Rain —o, en su defecto, Blade Runner—, les será difícil comprender por qué, al entrar en el restaurante, tengo la sensación de adentrarme en una película de Riddley Scott. En Blade Runner hay una escena, en el bar de la mujer serpiente, desde el cual Deckard llama a Rachel por un videófono de pared.
También está el bar de alterne de Black Rain, con el cabello rubio y la espalda desnuda de Kate Capshaw. Y están esos planos con luz de vidriera y claridad de catedral rodeados por toda la penumbra de los infiernos.
En resumen esta novela que muy justamente vendió más de un millón de ejemplares vendidos y ha sido traducida a numerosos idiomas es una lectura obligada para todos aquellos que quieran constatar que este Mundo Salvaje en el que nos ha tocado vivir caminando por caminos cubiertos de espinas tan afiladas como las puas de un erizo es mucho más soportable gracias a la gran belleza de las pequeñas cosas.
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